sin plumas

comentarios de libros por iván thays

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Lugar: Lima, Peru

Escritor peruano (Lima, 1968) autor de las novelas "El viaje interior" y "La disciplina de la vanidad". Premio Principe Claus 2000. Dirigió el programa literario de TV Vano Oficio por 7 años. Ha sido elegido como uno de los esccritores latinoamericanos más importantes menores de 39 años por el Hay Festival, organizador del Bogotá39. Finalista del Premio Herralde del 2008 con la novela "Un lugar llamado Oreja de perro"

3/28/2003

José Watanabe
Habitó entre nosotros. Serie Ficciones. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú: 2002. 60 págs.


Residencia en la tierra

José Watanabe (Laredo, Trujillo, 1946) es el poeta de la promoción de los años 70 que mejor ha resistido el paso del tiempo. Luego del éxito que significó la antología El guardián del hielo editada por Norma en Colombia, el Fondo Editorial se animó a fines del año pasado a publicar Habitó entre nosotros, su último poemario.

La presencia más bien sutil de José Watanabe en los años 70, opacado por el escándalo de poetas altisonantes y manifiestos instantáneos, se fue fortaleciendo en los años 80 con el espléndido poemario El huso de la palabra. Y ya con Historia natural (1994) la cuestión era clara: José Watanabe era uno de los pocos poetas surgidos después de los 50 cuyo nombre, por concenso de todas las “bancadas” literarias, merecía estar junto a nombres indiscutibles como los de Westphalen, Varela, Eielson o Sologuren. Habitó entre nosotros, su nuevo poemario, tiene como tema la vida de Cristo. Pero no es libro religioso ni converso, sino un texto que busca intersecar dos imágenes de Jesús: la iconográfica (este libro partió como una serie de poemas dedicados a pinturas clásicas donde el tema religioso cristiano remitía siempre al Mesías) y la histórica. De la unión de esas dos realidades se vislumbra una tercera, sintética, que es aquella a la que Watanabe aspira: el Cristo artístico, un personaje que sirve de pretexto para la creación y la reflexión poética. Ya había utilizado el mismo mecanismo para un libro anterior: su adaptación de Antígona. En ambos casos, el resultado es similar: partir de un tópico para reescribirlo. El arte de la reelaboración es un arte complejo cuando no se trata simplemente de guiños metatextuales. Se debe poner el énfasis no en la historia contada y compartida por los lectores, sino en la mirada que la observa y la palabra que la expone. Es decir, en la poesía que hay detrás del tópico. Cuando Watanabe escribió Antígona admitió que su gran fortuna fue haber ignorado la importancia de esa obra para la literatura universal. De lo contrario, dijo, no hubiera sido tan osado como para reinterpretar el mito. Quizá eso explica también Habitó entre nosotros. Watanabe no es un católico piadoso, para él Cristo es el protagonista que le permite desenredar la madeja de la poesía. Se permite, por tanto, un poemario heterodoxo que nos conduce a esferas distintas a lo inefable o lo divino. Nos trae más bien a este mundo, el contradictorio, el desacralizado, el de la realidad. “El cuerpo solo se impone sobre nosotros/ No necesita otra grandeza” se lee hacia el fin de la obra. El poemario recorre las estancias de la vida de Jesús poema a poema, resaltando lo significativo que fue para quienes lo rodearon la cohabitación con el Elegido. Desde el bautizo hasta la resurrección (que el poeta llama significativamente “El descendimiento”), los poemas representan la visión de los otros, el coro de voces de quienes convivieron con él, compartiendo la desconfianza y felicidad de saberse probables testigos de un milagro. Finalemente, en medio de estos poemas resalta uno, aquel dedicado a las parábolas, que se corresponde con la esencia misma de toda la obra Watanabe, extraordinario creador de parábolas con un talento que nos remite a la poesía oriental, a la sabiduría popular y, desde luego, al mismo Jesús.

Florentino Díaz Ahumada
Transmutación de la Ciudad o el Alba de los Cuerpos Luminosos. Antares editores: 2002. 73 págs.


Transformarlo todo

Florentino Díaz Ahumada nació en Lima, en 1976. Perteneció al grupo Inmanencia y con ellos en 1998 publicó sus primeros poemas. Desde entonces se dedica a las lecturas, los performances y la publicación en revistas. Transmutación de la Ciudad o el Alba de los Cuerpos Luminosos es su primer poemario, editado por Antares.

Hacia fines de los años 90 apareció en escena el colectivo Inmanencia, vinculado a la Universidad Católica, que en sus poemas, así como sus declaraciones, se desmarcaba de la poesía social, el coloquialismo marginal y el registro callejero que había regido durante más de 20 años la poesía peruana. Uno de sus más talentosos integrantes era Florentino Díaz, quien en su primer poemario individual Transmutación de la Ciudad o el Alba de los Cuerpos Luminosos ha conseguido afianzar su carrera literaria. Florentino Díaz es representante de una nueva actitud frente a la poesía. Es un poeta no de recitales sino de performances. No de manifiestos ideológocos impresos en mimeógrafo, sino de desafiantes actitudes estéticas que pretenden hacer de la poesía una experiencia reveladora. Ambiciona cambiar no la sociedad sino el espíritu de sus lectores. “Que el libro vuelva a ser engendrador” dice en uno de sus mejores poemas, que trae un peculiar blasón: “Yo soy el fondo de carne, de nervios, de fluidos/ hirvientes/ Estremecidos por el poder de la inteligencia/ Y les hablo desde este yo para que puedan/ Comprender”. Inteligencia, comprender: sus versos buscan ser una suerte de epifanía dirigida no al poeta sino al lector. Como para Rimbaud o Artaud, la poesía es un estado de videncia. Y el poeta es el medium de una profecía estética que busca “Transformar todo en belleza”. Por ello, el poemario tiene un tono profético, cargado de advertencias y visiones. El tema recurrente –incluso en las láminas del autor que acompañan la edición- es el de la Transmutación. Debemos tomar en cuenta, por ejemplo, la presencia del fuego. Es el gran purificador y suele aparecer vinculado a la ciudad: “Lo que no es ciudad siempre es ceniza”; “Una sola ciudad para la esfera del mundo/ Se tornará en fuego la cima de los montes”; “El reino está aquí/ La otra ciudad, el inmenso y resplandeciente templo/ entre nosotros el fuego”; “La ciudad sumergida/ destruida por el rayo del tiempo”; “Hoy la ciudad resplandece/ A pesar de todo lo gris que hay en el cielo”. Aquel fuego puede destruirlo todo, dejarlo vacío o quieto, preparado para la Transmutación. Aunque a veces el fuego más bien es el mensaje cifrado, la zarza ardiente. En todo caso, siempre dejará el camino libre para la aparición del autpentico protagonista del poermario, al que el poeta llama “El Engendrador, el Procreador” y que es “aquel cuya mirada te consume”. Hacia el final de este poemario lleno de hallazgos y gran poesía leemos esta confesión: “Soy hombre, soy ciudadano. Nada me pejudicará/ Estoy atento”. Es en ese estado alerta que el poeta espera el trinfo, estupendamente representado por aquella lámina final titulada “El universo danzante” donde los contrarios se unen, triunfantes, para siempre.

Julio Nelson
Summa poética. Arteidea editores: 2002. 97 págs


No puedes volver a tu pueblo

Julio Nelson nació en Iquitos en 1943. El nomadismo ha regido su vida, y en sus viajes supo confrontar la realidad cosmopolita de Munich o París con la indígena de pequeños distritos de los Andes. Así también, el discurso poético de Saint John Perse se entrelaza con la musicalidad de los harauis y la condensada sabiduría de Li Po. Tres hitos que se sintetizan en la poesía de Julio Nelson, quien con esta Summa Poética, donde se reúnen sus tres poemarios y que ha tenido el acierto de publicar Arteidea, se despide sin aspavientos de la poesía.

Bien hacen los editores en comparar el breve recorrido literario de Julio Nelson con autores como Vicente Azar o Juan Rulfo, quienes han tenido una obra tan breve como intensa. Desde luego, hay centenares de ejemplos más. El tema de los autores que abandonan la poesía, aquel estado de gracia o alucinanción, es arduo y se presta a interrogantes cuya respuesta imposible implica atenazar la esencia misma de la literatura. Esta Summa poética de Julio Nelson no tiene la apariencia de una obra concluida sino, más bien, la de un resto de naufragio. Quizá ahí radica su éxito, en aquella sensación de un aliento que expira y que al mismo tiempo lucha por no extinguirse. La poesía de Nelson tiene la apariencia de una vida inconclusa, o más bien la de una vida cuya inconclusión es un fin en sí mismo. La secreta belleza de su poesía radica en la sensación de que estamos ante fragmentos que han sido rescatados de la nada, prefiriendo una delicada elipsis de silencio antes que el grotesco dibujo que todo lo explica. Hay poetas que nacieron para el alumbrado público, para iluminar estadios, ciudades, provincias, países. Pero hay otros cuya luz solo alcanza a encender la lámpara de noche de un hombre que se desvela. Esos poetas son imprescindibles, y su talento no tiene que envidiar nada a los poetas que recitan desde altavoces. De esos poetas es Julio Nelson. Su primer poemario, la plaqueta Tierra de Anhelo, de 1965, es una poesía que tiene de épica y de compromiso ideológico. Se inicia con un canto a Macchu Picchu y continúa con versos emotivos dedicados a Javier Heraud, a los mineros de La Oroya, al misterioso Amazonas. Es una poesía influida por la rebeliones que acontecían en el Perú, como secuela de lo que fue la revolución cubana. La plaqueta pasó a integrar un poemario célebre y ambicioso, llamado Caminos de la montaña, donde reúne poemas de 1965 hasta 1981. Escrito a caballo entre Europa y el Perú, entre Munich y Ancash, Caminos de la montaña oscila entre la poesía de celebración y fe hasta la poesía de observación y detenimiento. Nelson se ha hecho poseedor de un secreto al contacto con la naturaleza, y no teme en decirlo abiertamente en el poema “Cerro Illaparratanám”: “Es que nadie/ podría nunca imaginar la dicha de ver el maíz meciéndose/ en tus faldas en las tardes cálidas de abril/ de contemplar los rebaños paciendo por tus cumbres/ entre la paja alta, paja dulce, dorada/ ¡Ah, esa felicidad nadie la sabe!” No ha abandonará, ciertamente, el interés por la lucha revolucionaria. Jamás lo hará. Pero ahora esa lucha está vinculada al regreso a la naturaleza, a lo esencial, a una suerte de equidad y moral que no proviene del Estado –ni siquiera de uno comunista- sino de los hombres auténticamente libres: “Después de sucesivas jornadas/ curtida la piel, sentiremos, en el aroma del aire, cada vez más cerca la victoria”. Esa poesía, que alcanza su perfección en los bellos “Madrigales para Eudoxia Dalila” –su mujer y objeto de inspiración- dará paso a una suerte de equilibrio interno, que le permite releer, con una simplicidad y autenticidad impecable, el mundo y la cultura occidental en “¡Oh, viajeros!”, con referencias a Cervantes o a Karl Marx, por ejemplo. El poemario El Otro Universo (publicado originariamente en 1994) cierra el breve círculo de esta Summa poética. Es una poesía aún más coloquial, donde el “otro universo” parece referirse simultáneamente a la experiencia pasada en los Andes –que mira con nostalgia desde la anodina ciudad- y a la poesía. Y es que una y otra, resalta Nelson, son lo mismo. El otro universo, en ese sentido, es una despedida. El poeta sabe que aunque sigue teniendo fe en la poesía, la fuente de donde brotaba la suya se ha agotado. Ante la pregunta de ¿por qué no escribe más? Nelson responde que ha perdido el don al alejarse de la naturaleza “No puedes volver a tu pueblo” escribe al inicio del último madrigal para Eudoxia Dalila. Lo dice sin desengaño, más bien con la melancolía de quien deja ir lo que ama para no echarlo a perder. La respuesta, pienso, es la misma que dio Umberto Saba para despedirse de la literatura después de publicar Pájaros: “Enseguida (caí) en la certidumbre de no ser ya más que un peso sobre la superficie de la tierra, de no tener nada que hacer o que decir en un mundo que ya no es mío, en el cual de mío no resisten, para aumentar la tristeza, más que unos pocos fragmentos”. Pero lo que queda claro después de leer Summa Poética es que en Julio Nelson, como en Saba, se puede callar el poeta, pero la buena poesía seguirá siendo ese río que no cesa.