sin plumas

comentarios de libros por iván thays

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Escritor peruano (Lima, 1968) autor de las novelas "El viaje interior" y "La disciplina de la vanidad". Premio Principe Claus 2000. Dirigió el programa literario de TV Vano Oficio por 7 años. Ha sido elegido como uno de los esccritores latinoamericanos más importantes menores de 39 años por el Hay Festival, organizador del Bogotá39. Finalista del Premio Herralde del 2008 con la novela "Un lugar llamado Oreja de perro"

12/23/2009


Rodrigo Fresán
El fondo del cielo
Mondadori, Barcelona. 2009. 272 páginas


CONSEGUIR UN PLANETA QUE NO EXISTE


De los epígrafes que abren el libro de Rodrigo Fresán, dos serán especialmente significativos después de terminada la lectura: “Uno no se puede ver a sí mismo fuera del Universo” de Kurt Vonnegut y “¡Oh, corramos a ver ese planeta!” de John Cheever. Justamente, las dos principales influencias durante la escritura de este libro según confiesa Fresán en su explicación-agradecimiento final. Entre la imposibilidad de verse a uno mismo fuera del Universo, y la necesidad imperiosa de ver un planeta distinto al nuestro, se forma esta novela que según el autor “quizá no sea la novela de amor más grande pero sí –seguro- la más larga” pues alcanza desde el estallido del Big Bang hasta el final de la Era de Las Cosas Extrañas, dentro de 7.590 millones de años.

Algunas películas blockbuster sobre colleges norteamericanos, series de TV como “The Big Bang Theory” o novelas como La maravillosa vida breve de Oscar Wao de Junot Díaz nos hablan de geeks que son, al mismo tiempo, nerds impresentables, sin capacidad para sociabilizar, desafortunados en el amor y con pizarras garabateadas, telescopios enormes y casas decoradas con posters y muñequitos de películas de sci-fi. Esa imagen estereotipada no nos permite entender que, detrás de estos personajes, existe una enorme capacidad para ser creativos y lograr representaciones de la realidad con una agudeza y lucidez inaudita. El idiota de la familia se convierte, de pronto, en el gran genio de su época. Esa imagen errónea impide descubrir en el Tarantino que antes de ser el cineasta que todos admiramos era un chiquillo rijoso llamado Quentin (terrible nombre para un chico, por cierto), sabidillo dependiente en una tienda de alquiler de películas, que se lleva a casa los viernes por la noche copias de policiales y thrillers serie B y algunas que otra cinta oculta de artes marciales que nadie ha pedido en meses. Haciendo una analogía, podemos decir que Rodrigo Fresán es el Quentin Tarantino de la ciencia ficción y su última novela El fondo del cielo, una espléndida Pulp Fiction en versión sci-fi.

Todos los buenos libros admiten varias lecturas. Algunos de esos libros, además, hacen coincidir varios niveles en él. Voluntariamente, Fresán ha querido hacer una novela de, con y sobre la ciencia ficción, donde diferentes dimensiones existen paralelamente. Evadir esa complejidad sería darle la espalda al logro mayor del libro, como es el conseguir que todas esas dimensiones tengan sentido y se engarcen con precisión en el argumento. Sin embargo, me permito desmontar la novela en dos obras distintas solo para poder reseñarla. Como si fueran dos versiones de la misma novela, o dos novelas enlazadas que luego, al terminar de leerlas, forman una sola obra espléndida sobre personajes que no pertenecen a ningún mundo escrita, al mismo tiempo, por Philip Dick o Kurt Vonnegut, por un lado, y John Cheever por otro.

En una de esas novelas, la escrita por Vonnegut digamos, una mujer hermosa y extraña recibe –a maneras de colores que estallan como cuadros de Mark Rothko- señales del último ser de un planeta que se extingue llamado Urkh 24 (o Aquel-lugar-donde-se-dejan-oír las-melodías-más-desconsoladas). Esa mujer tiene la misión de casarse con un personaje ridículo, hijo de un empresario millonario, llamado Jefferson Franklyn Darlingskill, para neutralizar una dimensión temporal en la que Jeff logrará vengarse de las risas de sus contemporáneos ante sus pésimos cuentos de ciencia ficción convirtiéndose en el Ser Supremo de una Secta que destruirá el planeta. Al casarse con él termina transformando a ese demonio maligno en un burgués empresario como su padre, con una casa elegante en Sad Songs y sin mayor peligro para la humanidad. Sin embargo, para cumplir con su misión la muchacha tiene que eliminar sus sentimientos, convertirse en un ser sin sensibilidad, para extinguir el amor que siente por los primos Isaac Goldman y Ezra Leventhal, que han crecido juntos fanatizados por la ciencia ficción, miembros fundadores de un grupo llamado Los Lejanos. Siguiendo las órdenes del último habitante de Urkh 24, ella tendrá que ser testigo del destino opuesto que sigue cada uno de los primos. Isaac quedará atrapado en este planeta, convertido en un escritor de ciencia ficción de mediano éxito, viviendo de las regalías que un maestro del género le dejó en testamento, envejeciendo como un personaje suburbano, rutinario, sin planetas ni viajes inter-espaciales. Encerrado en la humana dimensión espacial y temporal, Isaac podrá presenciar, sin poder explicarlo demasiado pero sospechando que hay algo que no entiende, las explosiones de las Torres Gemelas el 11-S y la lenta destrucción del planeta Tierra por sus propios habitantes. Mientras tanto, Ezra se ha convertido en un científico brillante y luego ha sido expulsado a otras dimensiones, convirtiéndose en un ser atemporal, un mutante que va destruyendo mundos, convertido en un típico malvado de ciencia ficción conocido como El Deshacedor, autor de un inverosímil Manual de Instrucciones de Destrucción Planetaria firmado como Arcano Rex de la Vía Láctea, y responsable, además, de todas las destrucciones de la historia de la humanidad, desde el primer estallido del Big Bang hasta las Torres Gemelas, pasando por la destrucción de Roma, la Segunda Guerra Mundial, etc., para deleite de los habitantes de Urkh 24 que tienen la utopía –finalmente sin éxito, atestiguando su fracaso unas naves oxidadas arrojadas en una colina- de viajar hasta el planeta Tierra y habitarlo. El único punto de contacto posterior a la infancia entre Isaac y Ezra ocurre en una escena importante (la gran escena, en realidad, a la que Isaac llama El Incidente) cuando una proyección de Ezra, una versión fosilizada en que se suman todos los tiempos, conversa con Isaac en uno de los pisos de las Torres Gemelas antes de que estallen y le enseña una vieja y borrosa fotografía en que ambos miran a la cámara algo asustados, y Ella, la chica rara, sonríe alegremente. El otro punto de contacto es una síntesis de esta historia, una novela llamada Evasión, que es un clásico de la sci-fi cuyo autor está en debate. Dicen que es de Isaac, dicen que Isaac firmó el libro de Ezra, pero al fin descubrimos que la autora es Ella inspirada por la voz que la usa como médium.

Hay que reconocer, sin embargo, que para que esta lectura triunfe a Fresán le ha faltado un recurso gramático. Magris comentaba en la conferencia con Vargas Llosa que Italo Svevo se quejaba de que no existiese en ninguna gramática del mundo un tiempo verbal que resuma, al mismo tiempo, el pasado, el presente y el futuro, como sucede en la vida real. No conozco novela que eche en falta esa carencia gramatical más que El fondo del cielo. Una novela breve ("Escribir largo es como leer, mientras que escribir corto es como escribir" dice Fresán a través de uno de sus personajes) pero que podría ser más breve aún. Una novela que podría estar formada por fotogramas del presente, pasado y futuro superpuestos, como imágenes expulsadas por una moviola. Una novela sin argumento, una composición atemporal y sin espacio. Donde el “futuro” no es un tema de ciencia ficción, y el “pasado” no es una excusa para escribir una novela de amor, sino dos lados de una moneda que se compone simultáneamente en el presente.

En la otra novela, la versión Cheever digamos, Isaac Goldman es un chico solitario cuyo padre se ha suicidado en un manicomio, preso de delirio místico-futurístico, y es enviado a vivir en casa de sus tíos junto a un muchacho igual de solitario que él, con una prótesis en la pierna, llamado Ezra Leventhal. La conexión entre ambos mediante los comics, las películas y las novelas de sci-fi es inmediata y así forman un grupo llamado Los Lejanos para discutir e intercambiar en garajes cuentos e informaciones con otros grupos de fans de la ciencia ficción. Y aunque ambos han llegado a la ciencia ficción, el camino que los condujo a ella es distinto: “Para Ezra, la ciencia ficción era un arma. Para mí, un escudo” dice Isaac. En otro capítulo se lee una explicación más precisa sobre esa diferencia: “Para Ezra, la ciencia ficción era un punto de fuga, una puerta abierta a un mundo mejor, una sombra a la que había que iluminar para despertarla y verla. Para Isaac, en cambio, la ciencia ficción era algo en lo que creer: la única manera que tenía de comprender su vida y el planeta donde su vida se había posado”. Por ello no resulta extraño el destino que tienen en la “primera” versión de la novela, que comenté en el párrafo anterior, ni tampoco el destino que tienen en la “segunda” versión, con Isaac convertido en guionista de una serie de TV sobre el espacio y un ser doméstico que no se mueve de su ciudad, y Ezra en un científico cada vez más sofisticado y nómade. En esta versión, el patético Jefferson Franklyn Darlingskill es solo un chiquillo millonario, desdeñado por los demás, con delirios de grandeza, que no sabe nada de ciencia ficción pero que desea fervientemente ser parte de un grupo. Los Lejanos lo aceptan como mascota, prácticamente, y se avergüenzan de él. Pero al mismo tiempo, no quieren alejarlo del grupo casi con lástima o quizá con alguna ambición oculta (siempre es bueno tener un amigo millonario cuando hay tantos comics que comprar). Entonces, aparece Ella, la chica rara, de una belleza desacostumbrada entre las mujeres fanáticas de la ciencia ficción, una belleza de otro mundo literalmente, quien además escribe un cuento estupendo sobre un habitante solitario en un planeta solitario sin nombre. Ambos se enamoran de Ella y Ella, desde luego, también se enamora de los dos porque Los Lejanos son una unidad imposible de desintegrar. Una unidad que es, además, un orden superior que recuerda a la película ícono de Los Lejanos, 2001: Odisea en el Espacio. Pero el triángulo amoroso se rompe por el ángulo menos esperado. Al final, la chica perfecta se casa con el “novio” perfecto para su familia, el millonario Jeff, mucho mejor partido que esos dos chicos judíos con familias disfuncionales. Como triste coloquio a este Tsunami sentimental que arrasa con los dos- o tres- chicos (como lo califica el mismo Fresán) está aquel día tristísimo en que los dos jóvenes enamorados de la misma mujer, unidos por la pena de saberla perdida e inalcanzable, construyen para ella un Planeta nevado, lleno de hombres –no muñecos- de nieve, un Planeta donde ella puede vivir lejos de sus parientes, de sus obligaciones, de los deberes sociales. Un Planeta donde ese triángulo amoroso tiene sentido y futuro, y no perece como una foto detenida en el pasado. Un Planeta de ciencia-ficción donde esos tres solitarios pueden salir del mundo, un lugar distinto insertado sobre un lugar real, un lugar secreto, escondido, un planeta dentro de otro planeta, con las salidas clausuradas por la nieve, inspirado quizá en “El Eternauta” de Oesterheld. Un Planeta que sea una evasión, como el título de la novela de culto que, se supone, escribió Ella. Un Planeta para Ella.

Sin embargo, ese Planeta imaginario no existe ni en la ciencia ni en la ficción. Ese planeta solo puede existir en el recuerdo. Por eso, no resulta extraño que siendo esta una novela de ciencia ficción en realidad hable obsesivamente del pasado. Y que la gran obsesión que une a todos los personajes (Isaac, Ezra, Ella, el extraterrestre náufrago, etc.) sea el de recordar. Esta novela se ha escrito para recordar a los protagonistas de un mundo que se ha destruido. O de un planeta que no existe.

12/16/2009


Sofi Oksanen
Las vacas de Stalin
(traducción: Ursula Ojanen y Rafael García Anguita)
451 editores, Madrid. 2009. 474 páginas


LA FRONTERA REAL

Entre el hambre y la bulimia, entre el Este y el Oeste Europeo, entre Estonia y Finandia, entre los años 40 y los 80, son varios los opuestos puntos cardinales entre los cuales esta novela oscila, como un péndulo, llevándonos de un lado a otro con absoluta solvencia. Lo que ha logrado Sofi Oksanen es notable a nivel de estructura. Un alambricado árbol genealógico sostenido por un trípode: Sofía, la abuela que sobrevive al stalinismo en Estonia; Katariina, la madre que ha logrado salvarse de la ex URSS y huido hacia Finlandia, pero vive con un pie en ambos mundos; y Anna, la nieta, una chica finlandesa absolutamente adaptada al nuevo mundo pero que, aún así, arrastra el peso del pasado familiar estonio que debe ser negado para no ser discriminada.

Mientras que la abuela Sofía pasa hambre rodeada de las “vacas” de Stalin, es decir acosada por la policía soviética, viviendo entre mercados de alacenas vacías y repartiendo la comida entre sus familiares como migajas, la bulímica Anna vive en la holgada Finlandia comiendo todo, y más, repletándose de comida chatarra, para luego ir al baño y vomitarlo todo. Katariina, en cambio, es una pieza de engranaje entre los dos mundos. Ella es una mujer guapa, un sebo que atrae a los finlandeses que hacen competir la belleza de las mujeres estonias contra la frialdad de las de su país, y gracias a eso consigue rápidamente un amante y luego esposo. En Estonia se piensa que si una mujer tiene un finlandés al lado, lo tiene todo. Comida, dinero, posesiones materiales. Ha logrado salvarse del destino natural de las mujeres estonias en Finlandia, la prostitución. Lo que ha vivido en su país, las raíces que tiene Katariina con su pasado, son muy fuertes como para poder olvidarse de todo eso. Finlandia es reluciente y nuevo, es un lugar seguro, pero no es una Patria. Pero tampoco Estonia es ahora su patria. Un lugar donde la sociedad intenta aprovecharse de ella porque vive en Finlandia, porque se supone que tiene holgura económica, porque trae ropa importada. Cuando se le pierde un auto e intenta recuperarlo, la policía se burla de ella: ¿Acaso en Finlandia no abundan los autos de última generación? Katariina se siente traicionada por su país. Pero tampoco se siente acogida en un lugar donde debe ocultar todo el tiempo sus orígenes, donde ve cómo los finlandeses convierten a sus paisanas en prostitutas, donde su marido es un alcohólico que finalmente se pierde en Rusia con una nueva familia.


Anna también tiene una historia de amor. Ha conseguido a Hukka. Un hombre que la llama Gatita. Y ella quiere ser su Gatita. El amor hacia Hukka consigue que ella relegue, incluso, su bulimia. Parece que las cosas irán bien, pero luego surge la sombra entre los dos. Anna no sabe ni se atreve a contarle a Hukka su pasado en Tallín, su pasado en Estonia, la supervivencia de su madre y de su abuela, el temor a que no la consideren finlandesa. Y Hukka es un sujeto autosuficiente, cuya seguridad termina silenciando más a Anna. Al final, el único diálogo posible entre Anna y Hukka es en términos sexuales. ¿Qué te gusta? Le pregunta. ¿Por atrás o por adelante? ¿Finges los orgasmos? Anna no sabe contestar a las preguntas de Hukka. Tiene que salir a buscar las respuestas en otros hombres, en aventuras con extraños que la dejan sola, que la alejan de Hukka, a quien ni siquiera parece importarle demasiado los deslices de Anna. Lo único que le preocupa a él es si realmente las pastillas contra la bulimia le quitan a Anna el deseo sexual. Al final, Anna se está convirtiendo en lo que su madre nunca quiso para ella: la puta estonia de un finlandés. Incluso, en una de las últimas discusiones, Hukka quiere convencerla para que se disfrace de prostituta. ¿De qué país? le pregunta ella. “De cualquier país, solo quiero meterte dinero en el sostén” responde Hukka. “Ay, Hukka, tú no sabes que para resultar verosímil tendrías que darme panties o filtros de café o desodorantes. Entonces sí sería verosímil”. Una escena tremenda.


En el tratamiento psiquiátrico que lleva Anna para superar su bulimia, intentan hacerla sentir culpable por los niños africanos, por los supervivientes de la URSS. ¿No te da pena que mientras tu abuela lucha por un poco de comida, tú gastas todo lo que ganas en los supermercados y luego lo viertes todo en el inodoro? No, a Anna no le da pena. No la convencen así. Tampoco el amor de Hukka ahora es suficiente. Hukka es un hombre débil, pueril, inconsciente; no la puede salvar. La verdadera historia que conecta a la abuela Sofía con Anna no es la comida o la falta de comida. El nexo real son las vacas de Stalin. La sensación de servir a un Señor y Creador, a un ser Poderoso, a un Él. Un poder que se cierne sobre sus cabezas y los manipula. Un poder del que no se puede escapar salvo quedándose en el limbo, como Katariina. Stalin es ese Señor que rige el destino (y el hambre) de Sofía. La Bulimia es el Señor que rige la vida de Anna. Él le da lo que quiere, un cuerpo perfecto, una identidad de 45 o 50 kilos. La Bulimia es la patria de Anna. Nadie, ni la doliente madre ni la superviviente abuela, pueden siquiera ayudar a vencer a ese Dictador poderoso que la obliga a comer y vomitar. A ser la persona que Él quiere que sea. Solo cuando era la Gatita de Hukka pudo dejar al Señor, pero eso no duró demasiado. Entonces ¿cómo salvarse? ¿Cómo superar el sedimento que dejan todas las dictaduras, la idea de servir a un poder superior por más dañino y arbitrario que éste sea?


Hacia el final de la novela, Katariina y Anna viajan a Tallín. Ahí, mientras la madre lo pierde todo, descubre que no tiene un lugar en el mundo, Anna reconoce que la frontera real no es la que separa Estonia de Finlandia, el hambre de la bulimia, sino la que separa aquello en que ella se ha convertido (la bella muñeca sexual de 50 kilos) de sí misma, una mujer con un pasado familiar y un problema concreto. Para Anna sí hay redención. Solo tiene que aprender a hablar. A decir lo que siente, lo que cree, lo que quiere. A entrar en su propia vida y recuperar su identidad. Cuando conoce a un hombre y es capaz de decirle: “Mi madre nació en Estonia”, y de confesarle además “vomito cada día y vomitaré la comida que me prepares” y, sobre todo, de decirle: “No sé hacer el amor con los que amo y no amo a los que le hago el amor”, entonces Anna dejará de estar cruzando fronteras reales o imaginarias y dará por terminado su viaje. Podrá al fin amar e irse a la cama con la misma persona con que puede conversar. Habrá llegado a su destino. Estará en casa.

12/09/2009


Mario Bellatin
Biografía ilustrada de Mishima
Matalamanga, Lima. 2009. 53 páginas


EL AGUJERO DE LA ESCRITURA


La nueva novela de Mario Bellatin es una ralentización que empieza y concluye con unos zapatos abandonados al borde un mirador. En el intermedio, un impecable profesor japonés da una conferencia, acompañada con slides, sobre el gran escritor japonés Yukio Mishima. Lo acompaña en la mesa, en silencio, un escritor que es el espectro del propio Mishima. La novela dura lo que durará la conferencia. El narrador es un asistente silencioso. Y mientras el profesor diserta sabiamente sobre la obra del autor japonés, el espectro de Mishima ve en aquellos slides una biografía ilustrada de su vida póstuma o paralela. Y es que, lo cierto es que la biografía ilustrada a la que asistimos apenas tiene que ver con la “verdadera” vida del narrador Yukio Mishima. Y más bien, se parece muchísimo (en la coincidencia de los títulos y los temas de las novelas, en la obsesión por los perros y las víctimas talídomes, y en algunos datos autobiográficos que pueden rastrearse) a la de Mario Bellatin.


Biografía ilustrada de Mishima es una de las novelas más complejas de Mario Bellatin pero, al mismo tiempo, es una de las pocas que ofrece al lector todas las claves para su comprensión en la propia obra. El espectro de Mishima aparece sin cabeza porque, como se recordará, el autor fue víctima de harakiri y el sepuku ritual. Aquel vacío que representa la cabeza ausente se va convirtiendo en un hecho cada vez más significativo. Al principio, el espectro Mishima intenta pasar la amputación como un efecto secundario del uso de la talidomida. Pretendía así ganarse un pasaje a París y, además, un efectivo. El fin utilitario de su minusvalía es de inmediato rechazado, sin consideraciones, por una enfermera que certifica “amputación”. Luego, el espectro de Mishima busca trascender ese fin utilitario y reemplazar la cabeza con una serie de artefactos que deben dar la apariencia de que ese “vacío” no existe. Del mismo modo como un soldado del ejército reemplaza su pierna amputada por una pierna de plástico, o Mario Bellatin reemplazó en su juventud el brazo faltante por un garfio metálico, el espectro Mishima quiere pasar inadvertida su deformidad sin éxito. Intenta cumplir así con su rol social, aceptar lo que los demás dicen (las deformidades deben cubrirse, esconderse, ignorarse) del mismo modo en que, en una escena memorable, él y su amigo Morita están obligados a comprar un Dodge del vecino que no quieren comprar, y cuyo vecino no quiere vender. El tercer paso es una epifanía. Descubre súbitamente que aquel vacío es el fin mismo de la escritura, de la vida misma. “Un hueco que para Mishima es lo único que parece cierto en la vida” es la información de uno de los slides. Entonces, el espectro Mishima decide convocar a un artista plástico de renombre para que haga una “intervención” sobre su cabeza faltante, que la reemplace por un objeto artístico sin mayor utilidad, de manera tal que “el vacío dejara de pertenecerle solo a él y se convirtiese en un atributo que involucrase a los demás”. Por su parte, hacia el final de la conferencia, el profesor japonés afirma que Mishima “nunca ha existido realmente. Tampoco el aparato didáctico de su intervención, por medio del cual habíamos estado observando una especie de reflejo de la realidad”.

Mario Bellatin creó en El Gran Vidrio una suerte de tríptico que funcionaba como “autobiografía mentirosa” o “autobiografía ficticia”. Uno podría estar tentado a pensar que lo mismo ha intentado en Biografía ilustrada de Mishima. Sin embargo, eso no es precisamente cierto. Dos preguntas atraviesan, de manera lacerante, toda la novela: “¿De qué río se nos habla en ese extraño exilio que es la escritura?” y “¿Qué clase de espanto ha sido capaz de generar una escritura semejante?” (esto último lo dice el espectro Mishima luego de asistir como espectador a una función teatral de su novela Salón de belleza). Ambas preguntas están engranadas con distintas escenas de la novela, en las cuales el espectro Mishima reconoce que no sabe de dónde nacen las ideas ni los libros que escribe. Se ve a sí mismo encerrado en un cubículo rodeado de escritores muertos, espectros como él. El proceso narrativo es un proceso místico, religioso, involuntario, que lo remite tanto a los místicos cristianos como a la poesía sufí.


Si logramos articular la idea de la escritura como un proceso interior donde la consciencia no tiene nada que ver (un vacío simbolizado por la falta de cabeza del espectro Mishima) con la iluminación del espectro Mishima según la cual su vacío debe ser un proceso comunitario, compartido por todos, y no un defecto propio que lo individualiza, podemos entender mejor la conclusión del profesor japonés: Yukio Mishima, como ningún escritor, existen realmente. Todos son espectros, agujeros que se crean cuando la vida no encaja perfectamente, y desde los cuales brota la escritura de manera espontánea, necesaria, como una herida que supura o un océanos que se desborda. Ciertamente, la biografía ilustrada del espectro Mishima nos muestra –esta vez- la biografía y obra de Mario Bellatin. Pero eso es aleatorio. También podría haber mostrado la de cualquier escritor, cualquiera, y todas encajarían. El espectro de Mishima es el espectro mismo de la escritura. Las preguntas latentes (“¿De qué río se nos habla en ese extraño exilio que es la escritura?” y “¿Qué clase de espanto ha sido capaz de generar una escritura semejante?”) son las preguntas que nos hacemos todos los escritores del mundo. Y la falta de respuestas, aquel vacío que es lo único que existe, es lo que permite que la literatura siga existiendo no como un proceso utilitario o rutinario sino revelador y purificador.


Que Mario Bellatin es un “escritor raro” es un lugar común difícil de rechazar. Que escribe siempre la misma novela es otro lugar común, pero ése sí es absolutamente negligente. Las novelas de Bellatin son ciclos que se cierran. 24 horas, 365 días, 7 años, el tiempo es una buena medida para asumir que aunque las cosas se repitan, al pertenecer a ciclos distintos no pueden ser iguales. Cada hecho es incontrastable. Comprarse una bicicleta a los siete años no es igual que comprársela a los 41 años. Enamorarse a los 15 no es igual que a los 60. Las novelas de Bellatin insisten en los mismos temas, cierto, pero aquello en vez de darnos la sensación de rutina o de monotonía debería darnos la idea de lo único e irrepetible que es cada situación una vez que se ha cerrado y comenzado un ciclo. La capacidad para reinventarse en cada novela convierte a Mario Bellatin no solo en un escritor extraordinario sino en una especie de "artefacto" literario o artístico, un proyector de slides donde todas las escenas, incluso las repetidas, cambian constantemente de rol, de lugar y de significado. Las novelas de Bellatin deben leerse como procesos de transformación espiritual pero también matemática. Cada factor nuevo incide sobre el significado de las escenas y muta constantemente su signo.


Bellatin, desde el hueco de la escritura, se convierte no en transgresor literario –como podría serlo César Aira- ni en un escritor de culto –como lo sería Mario Levrero- sino en una suerte de “combinador” de escenas, de mezclador o sampler, un originalísimo artista integral que usa la escritura como un objeto material y cuya trascendencia no está en el futuro sino en el presente, el momento mismo de la ejecución (es decir, de la lectura o la escritura). En ese sentido, Biografía mínima de Mishima, como algunas otras novelas del autor, es una obra imprescindible para entender hasta dónde pueden llegar los límites del proceso literario del siglo XXI. Aunque tratándose de Bellatin siempre pueden llegar aún más lejos.

12/02/2009



Gabriela Wiener
Nueve lunas
Mondadori, Barcelona. 2009. 158 páginas


UNA MUJER EXPUESTA

Una inmigrante en Barcelona está en el primer trimestre de su embarazo y se entretiene buscando páginas de excesos en internet. La última frontera es la fotografía de un hombre devorándose, bien asado, a un bebé recién nacido. No parece una imagen típica para el libro de una mujer explorando los nueve meses de su embarazo, pero sí una imagen real, concreta, para explicar el contenido de Nueva lunas de Gabriela Wiener: Un libro-exploración en el que las dudas, el temor, la ilusión y el intento de comprender in situ el proceso natural del embarazo van de la mano con una historia de exilio, de inmigrantes, de economías inestables y de recuperación del pasado familiar. La primera frase del libro, en palabras de una cronista gonzo tan exitosa como Gabriela Wiener (autora del estupendo Sexografías), suena a provocación: “En estos últimos meses, nueve, para ser exactos, he llegado a pensar que el placer y el dolor siempre tienen que ver con cosas que entran y salen del cuerpo”. Estamos tentados a pensar que Wiener se ha introducido algo en el cuerpo para sentir placer y dolor, y experimentar con ambos, libreta de notas en mano. Quizá la Wiener de Sexografías no hubiera dudado en exponerse. Y es que ¿acaso no sería genial una periodista que decidiese tener un hijo, al mismo tiempo que se queda desempleada en un país extranjero y trata de sobrevivir a todo ello para escribir una crónica en New York Times y un bestseller que le interese a Hollywood? Yo fui Madre inmigrante, podría titularse. Puede suceder. Pero da la casualidad de que las cosas no han sido tan calculadas ni gonzo sino más bien, se han dado de forma natural e incluso inesperada. En el exilio, Gabriela se entera casi al mismo tiempo de que tiene que ser operada de glándulas mamarias excedentes, que su padre ha sufrido una operación de cáncer al colon, que una de sus mejores amigas se ha arrojado al vacío desde un cuarto de hotel en Lima, que acaban de cerrar a revista literaria en la que ella y su esposo trabajaban en Barcelona y, además, de que el coitus interruptus no es el método anticonceptivo más confiable.

Cuando una madre cuenta los trámites de su dulce espera, ya sea en un baby shower o un libro, debemos estar advertidos que oiremos o leeremos sobre búsquedas en internet del nombre del bebé, comentarios sobre los cambios hormonales, vómitos y la ropa sexy que no podrá ponerse en un tiempo, sobre los juguetes que ha comprado para decorar la habitación del bebé y paranoicas conversaciones sobre los temores a enfermedades mortales hasta la natural ictericia. Si piensan que Gabriela Wiener (la chica osada y algo freak que se dejó latiguear por una dominatriz en un escenario, que comparte a su esposo en un bar de swingers o le muestra a un mega actriz porno su vagina sin afeitar para cumplirle el deseo) escapa a ello se equivocan. Todos esos temas aparecen en Nueve lunas. Pero eso no significa que sea un libro ñoño o predecible. Por el contrario, es un libro inteligente, lúcido, honesto y tremendamente tierno. Es un libro sobre sentirse vulnerable. Es un libro sobre el amor. Desde los primeros momentos, en que el temor al compromiso la hace sentir fantasías abortivas, hasta los últimos, en que lo único que quiere la madre en los dolores de parto es que le coloquen la epidural y expulsen el “alien” de su interior, poniendo fin de una vez a la llamada “dulce espera”, Wiener es una mujer expuesta. Expuesta a las náuseas existenciales que tienen ecos en las náuseas reales. Expuesta a sus sentimientos encontrados, expuesta a lo que espera de ella y de su futuro, expuesta a los dolores y al placer de las cosas que entran y salen del cuerpo, expuesta al mundo exterior que se le presenta adverso. En ese sentido, el acierto de la carátula de Mondadori es estupendo. Una niña a punto de arrojarse a una piscina. Sostenida aún de la baranda, mirándola con desconfianza, atenta a su sombre reflejada en esa profundidad azul que puede ser la vida. Y es que, aunque el libro se presenta como una crónica de no-ficción, no podemos dejar de notar el simbolismo que la atraviesa de cabo a rabo. ¿Acaso no es simbólico que la mujer que se extirpó semanas antes, y sin motivo aparente, las glándulas mamarias secundarias estuviese preparándose, sin saberlo, para amamantar? ¿Acaso no es simbólico que el cáncer de su padre y el suicidio de su amiga le recuerden la existencia de la muerte en el mundo donde ella engendrará vida? Siguiendo esa lógica, el punto culminante de la crónica sucede cuando la autora y su esposo hacen un viaje (previsto con anterioridad, sin saber las condiciones de futuros padres) a Lima. Se alojan en la casa familiar, en el cuarto que ella compartió con su hermana de niña, bajo el amparo por la madre protectora y el olor a la comida casera. Sin embargo, este retorno al útero –si me permiten ponerme antipáticamente simbólico- es una despedida. La futura madre va a despedirse de su condición de hija. Un cambio de piel que se sella cuando ella y su esposo hacen el amor, espléndidamente además, en la cama de niña de la autora. No hay vuelta hacia atrás y solo queda enfrentar los hechos. Aquella interrogante cuya forma de guisante nadie puede identificar bien en una ecografía de la Seguridad Social (las tridimensionales son engreimientos que no pueden permitirse) está viva y ella, la cronista, será su madre.

De regreso a Barcelona, con el último trimestre y una maleta llena de roponcitos para el bebé a cuestas, la narradora tiene que enfrentarse al mundo con su nueva condición, la de madre, absolutamente asumida. Entonces, el exterior asume preponderancia y desplaza las dudas. Barcelona es una ciudad hostil, las enfermeras (algunas de ellas inmigrantes como ella) la tratan mal, debe conseguir un trabajo mal pagado para subsistir en vez de descansar, los taxis no se apiadan de ella cuando la ven a punto de parir para que no le ensucien el tapiz. Y ella, con naturaleza instintiva de madre, decide abandonar su buhardilla bohemia llena de caca de paloma hacia una casa más segura, más higiénica y con más habitaciones, y preparar así un nido (o útero, para seguir con el símbolo) donde amparará a la criatura que vendrá. Ciertamente, al virar la perspectiva interior de la mayor parte del libro hacia la del mundo que la rodea en esta tercera y última parte, para mí el libro pierde intensidad e incluso interés. Se convierte más en una crónica predecible con anécdotas sobre la inmigración y maltratos y deja de lado aquel penetrante buceo hacia el interior y los temores físicos y mentales que me capturó al principio. Y es que, ante la inminencia del nacimiento, no hay tiempo para dudas y solo queda la realidad que, como un tobogán, nos conduce al desenlace esperado: el nacimiento de una niña llamada Lena.

Durante años, las narradoras mujeres peruanas podían ser contadas con los dedos de la mano y había que ser muy concesivo para encontrar algún interés en la mayoría. En estas últimas décadas, en cambio, la situación ha cambiado mucho y cada vez hay más y mejores narradoras. Podríamos decir que Gabriela Wiener confirma con este libro que está a la cabeza de esa promoción de escritoras mujeres; pero eso sería ser innecesariamente considerado con las valoraciones de “género”. Por eso, simplemente concluyo la reseña con una verdad comprobable después de leer Nueve lunas: Gabriela Wiener es una de las mejores noticias que le ha ocurrido a la literatura enn castellano última, sin distinción de género ni de nacionalidad.

11/25/2009


Hiromi Kawakami
El cielo es azul, la tierra blanca
(traducción: Marina Bornas Montaña)
Acantilado, Barcelona. 2009. 211 páginas

UN HAIKU DE BASHO


Las historias de amor cercadas por la muerte, al parecer, tienen muchísimo éxito en Japón. La celebridad de Norwegian Wood (“Tokio Blues” en castellano) de Haruki Murakami es solo la punta del iceberg. La premiada novela de Hiromi Kawakami, El cielos es azul, la tierra blanca es el más reciente ejemplo. La anécdota podría dar para una novela de Philip Roth, pero sin la culpa que causa el placer, ni las racionalizaciones obsesivas, ni el mundo judío norteamericano como escenografía. Es decir, una novela de Philip Roth que jamás escribiría Philip Roth. Tsukiko es una mujer de 38 años, aún con espíritu adolescente pero ya derrotada por la vida. En una taberna, donde va a comer pescado crudo y a beber un poco más de sake del que debería una mujer que siente que nunca ha amado, coincide con un antiguo profesor universitario. Ella no recuerda las clases de ese profesor, no le parece nada memorable, pero dos solitarios en una taberna es demasiada tentación para un novelista. Una Mise-en-scène con elemento mínimos, con solo dos personajes y el poder de la conversación. A partir de este encuentro Hiromi Kawakami, la autora, va trazando una línea curva que conduce a Tsukiko hacia el asiento del profesor, a quien ella llama Maestro. Y al mismo tiempo, el tiempo y el sake compartido van limando las asperezas de las murallas que ambos, Tsukiko y el Maestro, han alzado en torno a sus vidas. Pero no hay prisa. La novela demora, entre peleas sin importancia y pequeñas anécdotas, el momento de la gran revelación que ocurre en una tarde campestre, cuando tanto el Maestro como Tsukiko parecen haber encontrado pretendientes más a su altura o edad. Luego de ese camping, para Tsukiko es evidente que se ha enamorado del Maestro y, al mismo tiempo, que no podrá conseguir enamorar a ese viejo gruñón. Y aunque la novela está contada desde la perspectiva de ella, el lector puede percibir que también el Maestro cada vez depende más de la compañía y la apacible felicidad que le produce el engreimiento y la jovialidad renacida de Tsukiko.

El momento cumbre sucede en un viaje que ambos hacen a una isla, donde está enterrada la ex - esposa del Maestro. Él acepta que esa mujer era extraña, que lo abandonó, que nunca supo entenderla; pero, al mismo tiempo, que ha sido la única mujer capaz de amar y aún la recuerda. La contradicción no es pasada por alto por Tsukiko, quien se muestra más resulta en conquistar al Maestro. La defensa de su soledad y la forma brusca, mandona, de responder a los acercamientos de Tsukiko es la coraza transparente que permite ver que el Maestro, por primera vez en la vida desde que su mujer lo abandonó, ha vuelto a ser vulnerable. Es entonces que sucede aquella maravillosa escena en la que Tsukiko y el maestro, una noche en la isla, deciden escribir juntos un haikú. Durante toda la novela, el Maestro –profesor de japonés en la universidad- le reclama a Tsukiko el no haber memorizado los versos clásicos que él cita y que le enseñó en clases. Esa noche, sin embargo, permite que ella aumente el tercer verso a un haikú inspirado en la carne rosada del pulpo que almorzaron esa tarde. El haikú que ambos escriben le recuerda, al Maestro, un antiguo y hermoso poema de Basho: “Se oscurece el mar/ Las voces de los patos/ Son vagamente blancas”. La lectura de ese poema (y el título de la novela –que no sigue al original en japonés, que es El maletín del maestro, sino a la atractiva traducción alemana-, dos versos de un haikú que no está terminado pero que sin duda nos habla del orden del mundo, con el azul del cielo arriba y la blanca tierra debajo) debería darle al lector la pista de por qué, finalmente, la coraza del Maestro y la de la misma Tsukiko termina quebrándose. En efecto, el mar oscurecido es la vida misma, la noche que cae temprano o tarde sobre nosotros; pero las voces de los patos, un rumor lejano pero perceptible, son vagamente blancas e imponen esa luz sobre la oscuridad. “Vagamente” subrayamos. Y sí, es obvio, el amor y la vida nunca lograrán imponerse de manera absoluta sobre la muerte y la oscuridad, pero antes de que ésta llegue definitivamente podemos aprovechar intensamente el aleteo vital de esos patos y su sonido blanco. Es decir, podemos creer que el amor nos salvará de nuevo.


No voy a concluir esta reseña diciendo que la novela es una pequeña obra de arte porque no lo es. No necesita serlo.

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3/10/2009

carátula del libro. Fuente: Moleskine

Maldita sea. Lima, Editorial Planeta.
Julie de Trazegnies.

MIRAR AL MUNDO CON LOS OJOS ABIERTOS

Parafraseando a Goya (“el sueño de la razón engendra monstruos”) podríamos decir que no es la fantasía sino la realidad la que engendra terribles monstruos. Quizá no estaba tan equivocado el crítico (por lo general, muy versátil en el error) que consideró que la colección de relatos de Julie de Trazegnies Maldita sea era un libro de cuentos de horror. Pero no el horror fantástico sino aquel que nos enfrenta al más temible monstruo de la realidad que respira en nuestros oídos: la muerte. La muerte, ya sea directa o indirectamente, es la definitiva protagonista de cada uno de estos cuentos. Pero la autora no ha querido ver a la muerte como un enigma indescifrable; el enigma indescifrable somos los seres humanos. Por eso, la pregunta crucial a las que nos enfrentan sus relatos de manera terrible e insistente no es “¿Por qué morimos?” sino “¿Quiénes somos?” o más precisamente “¿Quiénes somos nosotros, los que vamos a morir tarde o temprano?”

Hay dos cuentos paradigmáticos en ese sentido, las dos puntas de la misma línea, que funcionan a manera de espejo. El primero, titulado “Sin retorno” (una de las historias más perturbadoras que he leído últimamente), presenta a una mujer que de un momento a otro pierde su identidad. Ella ha ido de viaje con su esposo luego de la pérdida de un hijo, tratando de recuperar la relación o de despedirse adecuadamente, pero las cosas no parecen estar funcionando. En un momento, aligerada por el vino, la protagonista no soporta la presión y empieza a vagar por la ciudad desconocida. Y de pronto, la desconocida es ella. Nadie parece recordarla, ni los empleados del hotel ni su propio esposo. Ha perdido la conexión con la vida, pero sigue viva. Abandona su identidad pero no a cambio de otra, sino de ninguna. El segundo cuento, el otro extremo de la línea, se titula “Un día de locos” y presenta ahí a una mujer que es acosada por un sujeto quien, a pesar de su rostro amable, no deja de hacerla sentir perseguida. Intenta perderlo en una estación de metro pero el hombre no es fácil de despistar. Rendida, pide ayuda a los demás, pero nadie la ayuda. Al contrario, todos parecen estar a favor del perseguidor. Al final, termina aceptando que aquel extraño la atrape y la conduzca a su propia casa.

En el primero, ella es extraña para los demás; en el segundo, los extraños son los otros. Así oscila el péndulo de Julie de Trazegnies. Quien quiere ver en esto cuentos fantásticos sin duda se equivocará. Los monstruos más terribles y las pesadillas en que existen, ya está dicho, nacen de la realidad. Y debemos admitir que no existe nada más real que la muerte. Incluso el cuento “Maldita sea” que le da título al conjunto, y que podría leerse como una versión extendida de “Casa Tomada” de Julio Cortázar, no es propiamente fantástico. Se trata de una casa “maldita” en la cual las parejas terminan siempre separándose. Una pareja joven desoye las advertencias y se instala ahí. Pronto, la casa empieza a ejercer su naturaleza y termina por destruirlos. Con el deseo de venderla y repartirse el dinero, los esposos recién separados hacen la ficción de estar juntos y felices, pese a la maldición, delante de los posibles compradores. No convencen a nadie. Ni a ellos mismos, que poco a poco van convirtiendo la ficción en realidad y vuelven a amarse. Pero la casa, ya se sabe, es infatigable y, como el amor en aquella tristísima canción de Joy Division, los destruirá de nuevo. La impresión que nos deja el cuento es que esa casa siempre vencerá. Y es que la casa es la vida misma y, por tanto, la muerte. Todos vivimos dentro de esa casa maldita, parece decirnos Julie de Trazegnies, todos tarde o temprano tendremos que asumir la “maldición” y jamás lograremos escapar de ella, ya sea amándonos de verdad o fingiendo que nos amamos.

Por lo pronto, ninguno de los personajes de Maldita sea logra escapar. Pero cada uno sucumbe a su manera. Hay dos relatos especialmente conmovedores (además del antes mencionado, “Sin retorno”) que convierten este libro en una obra imprescindible para todos los que quieren ver a un escritor enfrentando los demonios que lo acosan sin más armas que la ficción y una honestidad consigo mismo poco recuente en los narradores jóvenes. Ambos relatos tienen, además, vínculos en común, lo que no es extraño porque en este libro –como en todos los libros que realmente valen la pena- las conexiones invisibles son más significativas que las obvias.

Uno de ellos, “Un problema de conciencia” relata el viaje a la casa de playa de la protagonista junto con su esposo S. y su hijo. Nada parece estar salir mal, salvo que el niño se despierta en mitad de la noche y ella va a calmarlo. Un rato después, el niño arremete. Ahora será S. el encargado de hacerlo dejar de llorar. Eventualmente, la narradora despierta avanzada la noche y descubre que S. no está en la casa. Lo busca por todos lados y no logra hallarlo. Sus cosas están intactas, el auto no ha sido movido, el niño duerme. No hay explicación. Hacia el final de la noche, lo siente llegar y se aferra a su mano para no perderlo. Al amanecer, sin embargo, S. ha vuelto a desaparecer. “Lo único que pude comprender es que S. no estaba más” finaliza el cuento. El otro relato intenso es el titulado “Mala noche”. Otra vez los protagonistas son una pareja de esposos y la hija menor de edad, Mía. Empieza la historia con una pesadilla de ella, en la que Mía ha desaparecido. La angustia al despertar apenas se atenúa al observar que Mía duerme tranquila en su dormitorio. “Es increíble como los sueños pueden sentirse tan reales” piensa ella. Luego, convence a su esposo para viajar los tres a República Dominicana. Y ahí, en medio del paraíso tropical, Mía desaparece realmente. Hacen hasta lo imposible por encontrarla, y cada hora que pasa es menos probable que la hallen. El relato ya es tremendo desde la historia misma, la descripción de esas horas tensas, la soledad de la narradora que sabe que esta vez no despertará. Pero hacia el final, la última frase, le da un giro extraordinario que lo convierte en inolvidable: “Poco a poco, dejé caerme en el suelo, apoyada contra la pared del baño. Ahí me quedaría, sin saber. Ahí me quedaría hasta que Mía viniera a buscarme”.

Es obvio que las historias repiten una y otra vez los mismos mecanismos y las mismas interrogantes. Menos obvio es descubrir de qué manera esa repetición no es caprichosa sino necesaria. Es un loop insistente que nos acosa, que no nos permite levantar la cabeza del libro y huir hacia el presente y sus cuentas de colores, su felicidad destituida, su temor a la muerte. Lo que Maldita sea nos cuenta es nuestra propia historia, y podríamos no darnos cuenta. Pensamos que nunca nos ocurrirán ciertas cosas, confiamos que un día llegaremos a ver a la muerte como un alivio, queremos creer en la vida como una sucesión de colores y felicidad en la que nosotros siempre seremos los mismos, inmutables. Pero eso es una utopía. Tarde o temprano, S. se irá para siempre, sin avisar. Y nosotros, todos nosotros, no somos sino un retrato de aquella mujer agachada en el baño esperando que una niña (una niña simbólicamente llamada “Mía” además) nos venga a rescatar y nos diga qué y quiénes somos en un mundo que no comprendemos.

El segundo cuento del conjunto, “La espera”, es el más ambicioso de todos. De Trazegnies ha intentado unir la muerte y el nacimiento en 16 páginas. El mismo día en que la protagonista se entera que está embarazada de Maya, descubre que el padre de su esposo está a punto de morir. El marido es incapaz de responder con afecto o felicidad al embarazo de su esposa, está demasiado inmerso en el dolor de su familia. En realidad, no ha logrado hacer su propia familia, no ha cortado el cordón umbilical que la ata a ella, mientras su esposa (quien afirma al comienzo del relato nunca haber sido unida a su propia familia) lo que le ofrece es una familia propia, un acta de nacimiento que él no está dispuesto a asumir. Otra vez el problema de la identidad expuesto como algo irremediable. El marido no es nada sin su padre, y eso lo entiende ella demasiado tarde, para su decepción. Mientras tanto la protagonista, que nunca tuvo a nadie, ahora al fin adquiere sentido con el nacimiento de Maya. Pero al ver a su suegro tan enfermo y necesitado de auxilio como un niño, en el cuento (como en la mayoría) aparece otra vez una premonición: “Me estremeció descubrir cómo se parecía el comienzo de la vida a su final de una forma tan cruel”. En efecto, mientras la vida del suegro va extinguiéndose, la vida de la no nacida Maya también corre peligro. Al final, serán dos muertes las que ella tiene que sobrellevar. Participa a la distancia de la muerte del hombre que representó para su padre la identidad y el fiel de la balanza. Pero de la muerte de su hija participa de manera absoluta: Maya está muerta en el vientre y debe producirse contracciones y parirla muerta. Se atreve, una locura, una osadía, a tomarse una foto con aquella niña muerta que se parece al mismo tiempo a ella y al esposo. La escena es terrible, el esposo no entiende por qué lo ha hecho. “Tienes que haberte vuelto loca” le dice. Pero: ¿Qué es estar loco? ¿Qué es la cordura en un mundo lleno de dolor, de muerte, de presencias invisibles? ¿Llorar la muerte de un hombre que vivió más de 70 años es estar más cuerdo que llorar la de una niña que nunca nació? Si al final la muerte es la misma, lo único real y concreto, lo único seguro que nos llegará, y esa es lo única enseñanza que nos deja la vida. Solo que tratamos de no entenderla. Nos hemos cegado. Pero quien ha vivido la muerte de cerca, quien ha parido la muerte literalmente, como la narradora de “La espera”, sí ha aprendido la lección y entiende qué es la vida mejor que cualquiera, porque ha entendido qué es la muerte. “La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar pero, a pesar de todo, yo siempre sería una madre que había tenido una hija” dice al final del cuento. No hay amargura sino sabiduría en esa frase. Y es que Julie de Trazegnies ha escrito un libro profundamente sabio y sincero. No ha convocado a los fantasmas, ni exorcizado ningún dolor, sino que se ha enfrentado a la vida misma sin temor, con los ojos abiertos. Lo ha hecho por nosotros, los lectores. Y al hacerlo nos ha desafiado. Y nosotros seríamos unos ciegos, o unos necios, si no aceptáramos ese desafío y sus impredecibles consecuencias.

2/10/2009

Lectura en Starbucks de Trujillo. Foto: moleskine

Mi cuerpo es una celda
Andrés Caicedo. Montaje y Dirección: Alberto Fuguet
Norma: Bogotá. 2008
1.-
Primera confesión: En 1994, un amigo escritor colombiano que moriría unos meses después, autor de Opio en las nubes, me regaló en Barquisimeto su propio ejemplar de Que Viva la Música en la que, sospecho, era una primera edición. Fue un gesto de desprendimiento insólito motivado solo por una conversación en la que me declaré fan de los Rolling Stones. Leí la novela en Lima apenas regresé de aquel encuentro, y la encontré muy mala. Unos meses después, la vendí en un lote de libros viejos a un precio miserable ignorante de la celebridad que luego adquiriría Andrés Caicedo. Pese a ello, lo único que en realidad lamento es haberme desprendido de un objeto que le perteneció al bueno de Rafael Chaparro.

2.-
Segunda confesión: Apenas me enteré por internet de la aparición de Mi cuerpo era una celda (Norma) supe que era un libro que jamás leería. Las fotografías de Caicedo como hippie o como nerd me hartan -la edtorial Norma en Lima ha mandado hacer una ridícula publicidad con la silueta recortada de Caicedo cogiéndose los huevos-, su novela y sus cuentos me parecen malos, su actitud suicida es una mitología adolescente de la que ya tuve bastante con Luis Hernández (quien, a diferencia de Caicedo, por lo menos era un buen poeta). ¿Por qué tendría que leer, entonces, un libro dedicado a un autor que considero menor y sobrevalorado? Lo único que me tentaba era que el autor era Alberto Fuguet (amigo mío y a quien respeto como escritor) y la curiosidad del método de composición que Alberto había elegido -a manera de montaje a partir de la correspondencia y los artículos de Caicedo- para redactar el libro. Pero eso no era suficiente para comprarlo. Desde que dejé Vano Oficio ya no me regalan nada, así que debo pensar bien qué comprar y qué no. Y este libro era un no rotundo.

3.-
Tercera confesión: Nunca entendí aquella fascinación que tiene Alberto Fuguet por los personajes looser de la literatura. Por recomendación en su blog vi las dos temporadas de Californication y su ídolo-modelo de escritor, Hank Moody, me parece un completo imbécil (su ex esposa, en cambio, está muy guapa y salva la serie). Siempre he pensado que Alberto se defiende a puños cerrados contra lo "literario" porque, en el fondo, le teme. Probablemente, siente que en un mundo de lectores cultísimos y escritores virtuosos, él es un salvaje que no puede ni sabe competir. Es como si todo el tiempo estuviera esperando que Donoso lo eche de su taller por no haber leído a Dostoievski. Incluso su desprecio por la obra de ficción de los autores, que lo conduce a sobreestimar las obras de no-ficción de algunos, me parece sospechosa y sintomática de alguien que teme ser rechazado por el mundo (mucho más complejo y con reglas más imprecisas que el de los diarios personales y las correspondencias) de la poderosa ficción. A pesar de eso, Fuguet no sólo es un buen escritor de ficciones sino, además, una persona capaz de crear generaciones y lectores, como lo hizo con McOndo. Y ojo que no es fácil conseguirlo. Decenas de editores, escritores, prologuistas, agentes literarios y periodistas han intentado crear un grupo de escritores identificable y reconocible para promocionarlos, y no lo han logrado jamás. A Alberto le bastó una palabra, McOndo, para conseguirlo. Pese a ello, ese compulsivo comedor de sushi que es Alberto Fuguet desconfía de la literatura y prefiere meterse en un mundo definitivamente más competitivo, frívolo (y menos complejo por lo general) como es el del cine. Un mundo lleno de concesiones y donde un solitario escéptico, como él, debe lidiar con productores mezquinos y actores divos. Una contradicción aparente. Por eso no me llamó la atención que Fuguet finalmente escogiera como ídolo literario ("amigo imaginario" lo llama en el libro) a un escritor menos talentoso que él como Caicedo. Es el camino inverso al de Mario Vargas Llosa (ídolo literario de Caicedo y del mismo Fuguet, por cierto) quien le dedica años de investigación a obras auténticamente transgresoras, fundamentales y prometeicas como las de Víctor Hugo, Flaubert, Gabo u Onetti. Fuguet en cambio prefiere dedicarle su tiempo a autores cuya discreta obra no ha influido en nada al mundo literario al que Fuguet pertenece e influye, aún sin quererlo.

4.-
Cuarta confesión: Tenía calor en Trujillo. Una persona con la que debía encontrarme me falló, y otro amigo me dijo que lo esperase unas horas. Me metí en una librería y compré Mi cuerpo era una celda para leerlo, para más mcondianismo, en un Starbucks de aire acondicionado. ¿Por qué compré ese libro y no otro? Bueno, sí compré otros libros, pero de pronto pensé que sería bueno leer lo de Fuguet con todas las expecatativas en contra, y dejarlo olvidado en una mesa cuando mi amigo viniese a rescatarme. Sin embargo, el libro me atrajo. No ha logrado convencerme de que Caicedo es un buen escritor de 24 años (no es esa la intención del libro, además), y no comparto la opinión de Alberto de que sus críticas de cine o su correspondencia son más respetables que sus textos de ficción, pero hay algo en ese libro que rescata al personaje. Y es el método de composición. Curiosamente, lo que Fuguet ha descubierto es algo que jamás pretendió hacer: que la vida de cualquier sujeto puede resultar atractiva e incluso intensa cuando detrás de él hay un buen montaje. Este libro es lo más Puig que he leído en mi vida. Las cartas intrascendentes, las lamentaciones adolescentes en su páginas de diarios y las impresionistas críticas de cine empiezan a adquirir sentido al aparecer montadas una sobre otras, del mismo modo como las fotografías más anodinas de alguien podrían adquirir significado hasta épico si son filmadas por un director genial, con un soundtrack motivador y un montaje inteligente. No voy a decir que no me ha conmovido el personaje: aquel muchacho ingenuo que a los 21 años pretende vender un guión de cine en Los Angeles sin saber las reglas formales de cómo se hace un script; aquel chico edípico que le pide plata a su madre, que anda enamorado de sus hermanas, y le envía cartas llenas de temor al padre; el cinéfilo solitario y rabioso; el hippie nerd; el amante de la música que lo mismo cita a los Rolling Stones que a la Fania o a un bolero de Leo Marini; el bisexual reprimido, cuya ambiguedad sexual no es lascivia sino, al contrario, anafroditismo y soledad terminal; el enamorado de una casquivana que al final lo desprecia y lo cornea; y aquel que, antes de cumplir con su tantas veces anticipado suicidio, el mismo día que recibe los ejemplares de su novela, se da tiempo de escribir una carta llena de comentarios técnicos sobre películas a un amigo. Sí, es un buen personaje, pero en todo ese espectro el Andrés Caicedo escritor está muy por debajo de la línea, algo anecdótico casi. El empeño de Alberto Fuguet de convertirlo en el eslabón perdido entre el Boom y McOndo es fallido. Sin embargo, no lo es el convertirlo en un personaje real, complicado, entrañable, un ser humano lleno de contradicciones luminosas, de aquellos que parecen existir solo en las mejores ficciones y jamás en la realidad. En este libro, escrito con las palabras de otro, Alberto ha firmado algo más que un método de composición o un homenaje a un ídolo literario. Lo que ha hecho, en realidad, es escribir una de las más sensibles, sofisticadas e inteligentes obras de ficción escritas por los autores de su generación en los últimos años. Y Alberto ni se ha enterado.