sin plumas

comentarios de libros por iván thays

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Lugar: Lima, Peru

Escritor peruano (Lima, 1968) autor de las novelas "El viaje interior" y "La disciplina de la vanidad". Premio Principe Claus 2000. Dirigió el programa literario de TV Vano Oficio por 7 años. Ha sido elegido como uno de los esccritores latinoamericanos más importantes menores de 39 años por el Hay Festival, organizador del Bogotá39. Finalista del Premio Herralde del 2008 con la novela "Un lugar llamado Oreja de perro"

1/22/2009

La hora entre el perro y el lobo
Silke Scheuermann
México. Sexto Piso: 2007

Inés, en medio de un círculo de luz, baila en una discoteca. Baila Bjork. La narradora no puede creer lo que está viendo. No puede creer que alguien pudiese bailar Bjork y menos aún con tanta gracia, iluminada por esa luz intensa. Otras chicas han salido a bailar pero ninguna se cruza con ese círculo iluminado, ni siquiera cuando Inés lo dejó libre.

Esa es para mí la escena cráter de La hora entre el perro y el lobo, la maravillosa novela breve de la alemana Silke Scheuermann que publicó hace unos años Sexto Piso. Inés y la narradora son hermanas. Inés vive en Fráncfort ("la noroma, la noparís, la nonuevayork") y la narradora, quien vivía en Roma, ha decido cancelar su exilio y regresar a la ciudad natal. ¿Por qué regresa? No hay que pedir tantas explicaciones. Hay algo que no ha sido superado entre su hermana y ella, eso es obvio. Es obvio desde la primera escena, junto a la piscina, cuando Inés parece estar a punto de caer y la narradora intenta ayudarla en una suerte de baile que ante los ojos ajenos -el de un salvavidas, por ejemplo- podría parecer un intento de asesinato. Es obvio, también, porque la narradora misma lo dice, aclarando que no explicará cuál es el lío (y luego, cuando podría contarlo, a ningún lector le importará). Y es obvio además por la forma en que ella mira a Inés todo el tiempo: como una mujer perfecta, ligera, encantadora, seductora, una princesa cuya hermana (con sobrepeso en la infancia) es un sapo.

Entonces ocurre la escena del baile de Bjork. Pero en realidad, antes ha ocurrido otra cosa: la narradora conoce a Kai, el guapo novio de Inés. Y le gusta, le gusta mucho. Y hace todo lo posible para acostarse con él. Y lo consigue, sobre todo porque el novio es un ser desaprensivo, un sujeto que es una cáscara y que no está a la altura de una princesa como Inés y ni siquiera, por supuesto, del sapo. Ingresamos entonces en la hora entre el perro y el lobo, la hora donde cualquier animal domesticado se convierte en un salvaje. La narradora y Kai hacen el amor mientras un perro del vecino ladra todo el tiempo. "Maldito perro" grita Kai luego de terminar el coito. "Maldito perro" repite, y la narradora no entiende cómo puede decir esa frase después de hacer el amor con la hermana de su novia.

El mundo de esta novela, como es obvio, es exclusivamente femenino. Los hombres como Kai están descartados. Los hombres algo más interesantes, como Richard, tampoco parecen funcionar bien. Flett junior, por ejemplo, es un chico sabihondo que está convencido de que el Amor es solo un motivo para el consumismo en tres rubros: vestido, alimentación o cultura. Una cita romántica, o incluso el simple sexo, implica un preludio que conduce a salir a comer, comprarse ropa sensual o ir al cine. Así encaja cada pieza del rompecabeza y no hay más misterio en el mundo de los hombres. Pero en el mundo de las mujeres, todo es misterio. ¿Por qué se odian las hermanas? ¿Por qué se miran así? ¿Por qué se hablan de ese modo, amables pero al mismo tiempo duras una con otra? ¿Por qué hasta un regalo parece una puñalada? ¿Cuál es el código detrás de todo esto? Los hombres que leemos la novela asistimos a la escenificación de nuestros más grandes temores: no entendemos qué está pasando, todo nos parece ambiguo y complejísimo, pero no podemos dejar de sentirnos atraídos por ese velo, por aquel racionamiento agudo y atento a los detalles de la narradora, por ese lenguaje lírico sin disfuerzos, por la belleza de las imágenes que ella -no en vano fotógrafa- nos describe con una precisión milagrosa. Como aquella en que un hombre grita "maldito perro" luego de hacer el amor. O la de una niña despidiéndose desde un auto. O un pájaro muerto en un basurero. O ella, de niña, enterrando a su hermana en la playa.

O Inés bailando hermosamente a Bjork sobre un círculo de luz.

1/21/2009

Sexografías
Gabriela Wiener. Lima, Planeta: 2008


Hoy Andreas se levantó, cogió uno de los libros que estaban sobre la mesa de noche y me preguntó: “¿Quién es ella?” Pasé saliva. Pensé que por culpa de Gabriela Wiener y su libro Sexografías, y en especial por su foto de contratapa (que ilustra este post), iba a tener que darle a mi hijo (seis años cumplidos el lunes pasado) un curso acelerado de sexo, empezando por la historia de las abejitas hasta llegar a eso de los swingers. Felizmente, antes de empezar se me ocurrió preguntarle: “¿Por qué?” Me respondió: “Porque parece Gatúbela”. Pude sonreír aliviado (hasta que el psicoanálisis no diga lo contrario). Gabriela con lentes oscuros, pelo lacio y largo como cascada sobre medio rostro, escote y short jumper es demasiado hasta para un niño. No sé si a ella le gustaría ser Gatúbela, no creo que le disgustaría en todo caso, pero lo que sí sé que le van bien los disfraces.

Sexografías es un libro de disfraces. En una lectura rápida, uno podría pensar que Gabriela se está exponiendo demasiado, incluso ofreciendo su propio cuerpo como carnada para una crónica. Pero eso no es necesariamente cierto. Salvo en el último relato (titulado “Babies” y en el que habla de la maternidad), en todos los demás Gabriela está disfrazada. A veces ese disfraz incluye, además, un traje. En la mayoría, solo es la voz apenas modulada, la actitud agresiva y en especial la mirada la que va encubierta. Gabriela es una cronista distante y aguda que se disfraza de periodista–gonzo-con-ganas-de-vivir-la-vida-loca para que le hagan más caso y obtener toda la información que, de otro modo, no podría obtener. Juego y provocación, dos elementos químicos altamente explosivos mezclados en el tubo de ensayo una y otra vez. A veces, el resultado es una prosa demasiado snob y pretendidamente “ingeniosa” para ser realmente filosa (hablando del gurú y multiesposo Badani dice “Si Badani fuera un electrodoméstico, sería uno que corta, pica y raya a su interlocutor a miles de revoluciones por segundo.” Y estamos solo en la primera frase del primer texto). Pero en la mayoría de casos, Gabriela consigue lo que busca: entender el sexo no como un casillero aparte en la vida de todos nosotros sino como un tema complejo, sofisticado incluso en su crueldad y en sus posibles variaciones, ambiguo y siempre excitante, como la vida misma debería serlo. A veces hay que dejar que un actor porno derrame un poco de semen en tu zapato para comprobar que el sexo, al fin y al cabo, no es necesariamente eso. Todas las historias del libro, por más escabrosas, confusas o raras que parezcan, nos conducen siempre al final: una mujer embarazada que lleva en su vientre al “futuro”. Los freaks, al fin y al cabo, son los demás. Los que no entienden eso y piensan que el sexo es un ente autónomo alejado de la vida. Los que no son capaces de descubrir que una mujer embarazada, (aunque se masturbe de vez en cuando viendo un canal cutre de sexo o quizá, justamente, porque lo hace), es una celebración de la vida adquieriendo cada día sentido. Un sentido que luego se desmonta para volver a reformularse al día siguiente, siempre el mismo pero siempre distinto.

¿Esa fue la intención de Gabriela? No tiene importancia si a fin de cuentas eso es lo que dice el libro. Detenerse en lo anecdótico de un bar de swingers o del látigo de Lady Monique, seguir la ruta de los transexuales en Lima, aprender palabras nuevas como “Furrymanía” o “Metapornosis”, y descubrir que Gabriela era una freak hasta que se operó los sobacos resulta atractivo, pero no es suficiente. Entender que Gabriela y no el sexo, en realidad, es la auténtica protagonista de estas historias -¿gabygrafías?- tampoco es tan importante. Rodrigo Fresán la llama “suerte de Marco Polo hembra y X-rated”; he ahí una frase ingeniosa. Gabriela tiene varias por el estilo, extraordinarias, pero ni siquiera es eso lo que convierte este libro en un texto notable. Lo que sucede en realidad en Sexografías es que Gabriela, al igual que el depresivo David Foster Wallace (o hipotéticamente su ídola Louise Lane), también es capaz de convertir algo tan ridículo como el mundo de los cruceros mastodónticos –en su caso, por ejemplo, la existencia de dealers pornográficos o las muñecas de la infancia- en una interrogante sobre la condición humana.

Gabriela Wienner es la chica en medio de toda esa legión de falocéntricos y casi misóginos cronistas brillantes que apareció en Etiqueta Negra, con el maestro Julio Villanueva Chang a la cabeza. Como sabe todo aquel que ha visto Seinfeld, la presencia de una chica en medio de un grupo de hombres es fundamental. No es solo una adición más, sino un factor que cambia completamente la ecuación. Gabriela ha llegado más lejos que ninguno de sus compañeros, ha sido más osada en su lenguaje, más malcriada, más despeinada, más X-rated, más divertida. Mientras que todos los demás intentan ser inteligentes y agudos (a veces con éxito), Gabriela simplemente lo es, aunque a costa de ciertas imperfecciones de estilo y boutades. Mientras los otros investigan en hemerotecas, Gabriela parece ser más onda Google y lentes oscuros para entrar a los bares de single acompañada de J., su héroe enmascarado justamente. Gabriela es la hermanita menor y descarada en medio de tanto joven turco que sueña con publicar en The New Yorker o pisar las huellas dejadas por Kapuscinski por todo el planeta. Qué suerte que existe una Gaby para que existan, en su exacta dimensión y diferencia, los demás.