sin plumas

comentarios de libros por iván thays

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Lugar: Lima, Peru

Escritor peruano (Lima, 1968) autor de las novelas "El viaje interior" y "La disciplina de la vanidad". Premio Principe Claus 2000. Dirigió el programa literario de TV Vano Oficio por 7 años. Ha sido elegido como uno de los esccritores latinoamericanos más importantes menores de 39 años por el Hay Festival, organizador del Bogotá39. Finalista del Premio Herralde del 2008 con la novela "Un lugar llamado Oreja de perro"

3/28/2003

Enrique Vila-Matas
El mal de Montano. Anagrama: 2002. 316 págs


Una enfermedad literaria

El nombre de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) empezó a sonar fuerte en América Latina desde que ganó el premio Rómulo Gallegos 2001 por su novela El Viaje Vertical. Pero aún es considerado un autor para “grandes” minorías, quizá por aquel gusto a escribir obras donde los referentes literarios son el pretexto para trazar el argumento, como es el caso de Historia abreviada de la literatura portátil, Bartleby y compañía y ésta misma, El mal de Montano, que ganó el Premio Herralde 2002 de la editorial Anagrama.

El mal de Montano es la descripción clínica de una enfermedad literaria. La enfermedad consiste en obligarte a vivir obsesivamente pendando en la literatura. No se trata de vivir una vida literaria –una vida de aventuras- sino una vida donde cada cosa, cada hecho, te remite a citas literarias y recuerdos que le ocurrieron a escritores que admiramos. Si el abandono de una mujer nos remite a una escena de Shakespeare, entonces llevamos el virus del mal de Montano (al que Juan Carlos Onetti llamó literatosis). Montano es el hipotético autor de la novela Bartleby y compañía. Un escritor obsesionado por los escritores que abandonan la literatura estando en su mejor momento, y que por ello les rindió homenaje en ese libro sobre los innumerables Bartlebys de carne y hueso que un día “prefieren no hacerlo”, es decir, no escribir nunca más. Irónicamente, después de terminar el libro Montano ha sido castigado con una sequía literaria. Pero el Montano de esta novela se refiere también es el padre del Montano escritor. Este es un viejo crítico de literatura que confiesa sufrir del mismo mal que aqueja a su hijo: no poder evadirse de las redes literarias y convertir su vida en una página de crítica textual a innumerables textos ajenos. Hasta ahí la puesta en escena es dramática y prometedora. Pero la novela da un giro tremendo a partir del segundo capítulo, titulado “Diccionario del tímido amor a la vida” donde Montano (el escritor, el hijo) confiesa que las primeras cien páginas (reunidas bajo el título “El mal de Montano”) conforman una nouvelle llena de hechos ficticios y mentiras. Se inicia así otra historia, no menos literaria, en que curiosamente el autor dice sentirse satisfecho de haber huido de la literatosis, aunque lo que el lector tiene entre manos es un diccionario de autores célebres, cuyas entradas son sus apellidos y sus definiciones son pequeñas anécdotas. Luego, la tercera parte de la novela, titulada “Teoría de Budapest” será un ensayo acerca de los diarios literarios leído por Montano en Budapest y la cuarta parte, “Diario de un hombre engañado” es, desde luego, un diario donde el nombre y la figura de Franz Kafka es significativa. El breve capítulo final, “La salvación del espítitu” es una cena de espectros, donde confluyen todos los escritores convocados a este aquelarre literario. Como podrán darse cuenta en esta descripción de los capítulos, El mal de Montano es una novela para escritores y sobre escritores, un ingenioso y muy bien tramado juguete literario cuya reflexión sobre el destino de la literatura no deja de tener una lucidez conmovedora, regida por aquella frase del recientemente fallecido Maurice Blanchot: “¿Cómo haremos para desaparecer?” Y es que para Blanchot, para Montano y para todos los Bartlebys de este mundo, el destino de la escritura es volcarse hacia sí misma, hacia su esencia, que es la desaparición.




Ricardo Sumalavia
Habitaciones. Colmillo Blanco: 2003. 75 págs.


Puertas cerradas, ventanas abiertas

Ricardo Sumalavia (Lima, 1969) publicó en 1003 su primera colección de relatos, Habitaciones, en una edición no venal. En el 2001 apareció la colección Retratos familiares que dejó buena impresión y despertó la curiosidad por ese primer libro inhallable. Después de diez años, estos cuentos consiguen una segunda oportunidad.

La frase que cierra Habitaciones, tomada de los poemas Underwood de Martín Adán, explica muy bien el tono de estos cuentos. “Bertoldo diría estas cosas mejor,/ pero Bertoldo no las diría nunca”. La frase es una explicación sobre qué es escribir: decir aquellas cosas que los demás no dirían. Ver donde nadie nada. Bertoldo es el que vive, quizá el que comprende, pero no el que escribe. A Bertoldo le toca enredarse con la vida, al escritor el reinterpretarla y transcribirla. Así, Habitaciones es una transcripción de murmullos, un intento de censar secretos que se apenas atisban por las rendijas de las ventanas abiertas, aunque las gruesas puertas de esas habitaciones estén cerradas. El autor es un violador de la intimidad, un contador de secretos. No puede comprenderlos, quizá, porque le faltan datos, pero igual puede contarlas. Es el lector quien debe reordenar ese material. Por ello lo que se cuenta aquí no es el argumento ordenado y lineal al que se reduce cualquier historia, al fin y al cabo, sino las oscilaciones, las vibraciones, los misterios, las medias verdades y las palabras dichas en voz baja, las penumbras de esas historias. El lector toma cada uno de estos relatos y sabe que hay una trama, que detrás de los hechos existen explicaciones. ¿Pero quién podría dárselas? Bertoldo, quizá, pero él no las daría nunca. Dos palabras son claves: atmósfera y amistad. Estamos ante cuentos de atmósfera, donde lo que sucede o lo que se dice forma parte de un clima, una tensión, un aliento. El lector quedará en la duda muchas veces sobre qué pasó, pero jamás indemne de sentirse triste, nostálgico, desolado. Si lo importante al leer un cuento no es lo que hemos aprendido sino sentido (o vivido) los cuentos de Sumalavia dan siempre en el blanco. La otra palabra es “amistad”. Estamos ante cuentos cuyo motivo es la amistad, como la familia lo fue de Retratos familiares. La amistad, en diversas maneras, aparece en cada relato, pero siempre con una naturaleza ambigua. Desde la complicidad (“Buenos muchachos”) hasta la traición (“Todos allá, en la plaza”) o una curiosa misericordia (“Colofón del día de la sombra”). Pero, sin duda, lo que unifica cada una de estas relaciones de amistad es la soledad en que terminan inmersos los personajes. Sumalavia concluye cada cuento describiendo una enorme soledad, una tristeza que crece entre las cuatro paredes de estas habitaciones cerradas, alimentada con lo que no se puede decir o lo que se calla simplemente. Cuentos de atmósfera y de experimentacion, Habitaciones es un libro impecable que merecía largamenta esta relectura.


César Aira
Varamo. Anagrama: 2002. 124 págs.


El secreto argentino

El día martes 26 de noviembre de 2002 se inicia en la Universidad de Lima el Encuentro “¿Qué hacer con la Literatura?” que reunirá poetas y narradores, del Perú y del extranjero, durante tres días de mesas redondas y testimonios. Entre la larga lista de nombres célebres hay uno que combiene destacar puesto que, para el público en general, podría pasar desapercibido: César Aira. El escritor –que se presentará en la primera mesa redonda, a las 11:30 am, luego de la inauguración- ha sido llamado “el secreto mejor guardado de la literatura argentina” y su obras es extraordinaria, en todo los sentidos de la palabra. Para muestra un botón: Varamo.

Es cierto que suena a clisé, a propaganda editorial, aquello del “secreto” de la literatura argentina, al igual que el calificativo de “autor de culto”. Sin embargo, el clisé pretende desnudar una verdad completa: la obra del argentino César Aira es absolutamente imprevisto dentro del contexto de nuestro idioma, por decir lo menos. Sus libros transitan siempre en el absurdo, al que se arroja sin contemplaciones ni reparos. Las situaciones más inverosímiles, las menos previsibles, aparecen trenzadas firmemente en cada uno de sus relatos con una soltura impresionante. Aira no teme, por ejemplo, transcribir el monólogo simplón de dos payasos de circo (aquel “coma” y “beba” famoso) en su novela Dos payasos. O contar las hazañas de un investigador demente y sus afanes de conquistar el mundo, apoyándose en la circunstancia de un congreso de literatura latinoamericano justamente, en el cual Aira hace desfilar a algunos de sus famosos colegas amenazados por un gigantesco gusano de seda en El congreso de literatura. Otras obras suyas comparten, en mayor o menor medida, ese amor desmedido por lo absurdo y el delirio pero es inverosímil describir cada una de ellas porque Aira es un autor prolífico de una manera singular. Sus novelas tienen una extensión que fluctua entre las 70 y 100 páginas, pero aparecen unas tras otra, a razón de casi dos por año y en una editorial distinta cada vez, desde las grandes transnacionales hasta pequeñas editoras independientes.
Varamo, la más reciente, apareció en Anagrama y sin duda es una de sus novelas más extraordinarias. En ella el tema de la creación, que aparece de soslayo o abiertamente en casi todas sus obras, alcanza un sentido y una coherencia estupenda. La historia nos conduce a Varamo, un sujeto nacido en la pequeña y modesta ciudad de Colón (Panama), oficinista maduro y burócrata de ministerio que a fin de mes recibe su sueldo en dos billetes de cien pesos cada uno. El asunto no tiene nada de especial hasta que descubre Varamo que ambos billetes son falsificados. Desde luego, denunciar el hecho sería lo sensato, pero la sensatez es una actitud difícil de definir en las novelas de Aira. No es que sus personajes sean insensatos o ilógicos, más bien todo lo contrario, tienen una sensatez contundente por la cual las cosas que suceden, aunque extravagantes, parecen ser producto de una causalidad irrefutable. En Varamo, por ejemplo, resulta “obvio” que aquel tipo al que le entregan dos billetes falsos “necesariamente” termina, al fin de ese día, convertido en el autor del poema más importante de la literatura moderna centroamericana: El Canto del Niño Virgen. La novela de Aira pretende describir aquel momento en el que Varamo -quien jamás había escrito nada y su única ambición estética era embalsamar a un pescado tocando piano- se convierte en un genio. Y para ello recurre a la tenaz ennumeración de los hechos y las conversaciones que sostiene Varamo durante ese día prodigioso, y cómo la suma de esos actos colectivos e individuales, históricos y psicológicos, son el impulso creativo que genera la obra de arte producida, al mismo tiempo, por una suerte de azar y de fatalidad. La travesía de Varamo parece ser la metáfora de cómo se consigue componer una obra maestra atendiendo mensajes errados, fórmulas incomprensibles y retazos de experiencias mal digeridas. Es decir, como puede conjugarse, gracias a la genialidad, la lógica matemática y la inspiración para originar una obra deslumbrante por innovadora como la de Varamo. Y como las de César Aira, por supuesto.

Josué Suárez Flores
Camino a la cita. Mar Adentro (Colegio Santa Margarita): 2002. 127 págs.


Un deslumbrante debut literario

En el recuento del año 2002 consideré a Josué Suárez Flórez (1973) como la revelación más importante del año. Lo cierto es que su colección de cuentos Camino a la cita, publicada en la colección Mar Adentro que inicia con estupendo pie el colegio Santa Margarita, es una de las lecturas más soprendentes e imprescindibles que nos deparó la narrativa peruana el año pasado, aunque injustamente pasó desapercibido en los medios. Pero como Roma no se hizo en un día, aún es tiempo de que los desprevenidos redactores culturales busquen el libro traspapelado entre decenas de sobres manila y notas de prensa y disfruten del nacimiento de un autor extraordinario.

Camino a la cita es una colección de nueve relatos. El estilo de estas narraciones podría calificarse como “minimalista”, enmarcado en la escuela norteamericana inspirada en la técnica de Ernest Hemingway y que hizo célebre a fin de siglo Raymond Carver y que tiene un correlato literario en su país, como Paul Aster o Lorrie Moore, o en diversos países del mundo, y en distintos idiomas –como el castellano- e incluso en un estilo pictórico representado por Edward Hooper. En el Perú, existen algunos autores que han escrito dentro de ese estilo, entre los que destacan Alonso Cueto o Giovanna Pollarolo, además de la nueva generación de autores como Sergio Galarza, Carlos Dávalos, Omar Benel, aunque ellos tienen ciertas influencias del llamado “realismo sucio” –llámese Bukowski o Easton Ellis-, influencia que –felizmente- no se descubre en el autor de Camino a la cita.
El “minimalismo” se refiere a la forma de narrar sin utilizar adjetivos, con una prosa directa, puntual, y una temática poco compleja en apariencia –casi siempre es una anécdota más o menos pueril, o un hecho extraordinario que surge en medio de lo cotidiano- pero manteniendo un tenso hilo narrativo, dirigido hacia la resolución del relato, que casi siempre nos deja en suspenso. Pese a que, en apariencia, los autores minimalistas no parecen tener mayor intención de utilizar estrategias muy sofisticadas o “literarias”, lo cierto es que en las mejores obras el sentido del texto tiene un profundo valor metafórico. Por lo demás, el tema del minimalismo suele conducirnos a las grandes ciudades, a las discusiones dentro de casas suburbanas, a una suerte de apuesta por la soledad que deja la urbe, al mundo interior vacío de los hombres de ciudad. En Camino a la cita vemos expuestas las mejores cualidades del minimalismo. Los cuentos transcurren en la ciudad, una urbe despersonalizada que bien podría ser Lima, y en ellos, aunque el autor no hace referencia explícita a emociones o sentimientos, notamos una enorme capacidad para referir estados de ánimo tan solo contando anécdotas o situaciones. Los diálogos, en su mayoría, son escuetos, sin intención de imitar la coloquialidad sino buscando aludir a esos climas interiores que mueven las acciones de los protagonistas. Vemos aquí que las situaciones más triviales como ir a almorzar terminan pronto convirtiéndose en absurdas. Ese absurdo se instala, de manera peculiarmente natural, en la mayoría estos cuentos y nos muestran un mundo en apariencia conocido pero que en realidad, de manera desapercibida, corre paralelo al de nuestra “realidad”. La atmósfera en cada uno de los cuentos es singular. Existe un aliento de misterio, de grisedad e indefinición, que unifica al conjunto. Sin duda, el autor opta por esa indeterminación geográfica para atenazar mejor la metáfora. Hay una voz en sordina, un hablar de murmullos, auspiciado por esa atmósfera opresiva que subyace de cada relato, y que tiene como base el estupendo uso de la elipsis que hace el autor. Pero no debe pensarse que estamos ante un libro triste o depresivo. Al contrario, existe una extraña ética de la felicidad, una manera de triunfar en batallas ubicadas en mundos distintos a la asfixiante cotidianidad del día al día. Así, el enorme triunfo de la protagonista de “Las mujeres ya no cocinan” no radica en vencer su vida doméstica sino en pasar por alto de ella, por transparentarse y hacerse eterna. La eternidad, parece decirnos cada uno de los protagonistas, es la única arma que destituye al reino de lo inmediato. Pero aunque a nivel temático hay méritos indiscutibles, el auténtico mérito radica en el lenguaje de inusitada belleza. Un lenguaje conciso, solvente, que se aleja de todo abuso de adjetivos o de descripciones torpes. Suárez dosifica con destreza la información de tal manera que el lector jamás tiene demasiada y tampoco carece de ella. Con esa misma destreza, para contarnos los hechos el autor se vale de la narración en estado puro, una intensa sucesión de acontecimientos que terminan por seducir al lector, seducido y arrastrado por ese río de información puntual y constante. Este debut literario de Josué Suárez es uno de los más auspiciosos en años, definitivamente.

Enrique Planas
Puesta en escena. Alfaguara: 2002. 125 págs.


Encerrada con un espejo

Enrique Planas (Lima, 1970) inició su carrera literaria en 1996 con Orquideas del paraíso, la historia de un adolescente que es llevado por su padre a un prostíbulo para iniciar su vida sexual, y un golpe del destino termina convirtiéndolo en una prostituta púber llamada Orquídea. Luego, acompañada del Premio BCR, vendría la novela Alrededor de Alicia (1999), donde dos historias aparentemente ajenas entre sí (una ocurre en un cementerio de tacna durante la “chilenización”, a fines del XIX, y la otra, un siglo más tarde, en una cama de hospital donde yace de una muchacha en estado de coma) van trenzándose poco a poco hasta convertirse en dos caras de una minsa moneda. Ahora, con el auspicio del sello Alfaguara Enrique Planas publica su tercera novela: Puesta en escena.
Puesta en escena es un largo monólogo, dividido en fragmentos y pequeñas secuencias, en el que una bailarina de danza moderna llamada Lucía se contempla frente al espejo. Es una novela de encierro, pues todo ocurre dentro de la habitación de Lucía. Y es una novela de silencios, porque el lector rápidamente descubre que los silencios de la bailarina, las largas miradas que le otorga callada a su reflejo, son aún más significativas que lo que nos cuenta. Como si fuera un espectáculo, solo Lucía está iluminada y todos los demás, el coreógrafo, la amiga Laurita, están en cuclillas en medio de la oscuridad, esperando el momento en que Lucía los llame para entrar en escena, ponerse bajo el haz de luz, someterse al escrutinio de los lectores, y volver luego a su zona en penumbra. Si la representación del mundo interior, la subjetividad y la incomunicación son los rasgos que definen, a falta de alguno más preciso, la mayor parte de las novelas escritas en los años 90, no cabe duda que Puesta en escena es una obra no solo representativa sino impostergable para quien esté interesado en el desarrollo de la narrativa actual.
El lector de Planas, aquel que conoce sus obras anteriores, se verá beneficiado por los vínculos y vasos comunicantes que éste establece entre Puesta en escena y las demás novelas. El más significativo, sin duda, es el problema de la identidad, esbozado a través del argumento rocambolesco de Orquídeas del Paraíso (Aquiles es un chico que se convierte en chica, pero también es un joven que se convierte en hombre para vengar a su padre; dos argumentos de tragedia griega ubicadas en la plástica y singular selva de Planas) o a través de los lazos temporales y los temores compartidos con cien años de diferencia en Alrededor de Alicia. El tema de la identidad, la pregunta por uno mismo, la exploración hombre-dentro, está presente de manera sólida en esta última novela. La situación central, la mujer frente al espejo, es un referente obvio al tema, pero hay muchos más. La bulimia en la que se introduce para verse flaca y díafana, para reconocerse en lo que querría de sí misma y no en lo que es. Y también la presencia del coreógrafo narcisista y sádico que consigue convertirla en un personaje de comic (un remedo del Bugs Bunny con tutú que venera en un póster) para el espectáculo Baile Acme. Y Lucía misma, entregada a un hedonismo cándido cuyo objetivo es, simplemente, que la quieran más. En fin, todo en Puesta en escena nos remite a una mujer que sufre una serie de transformaciones físicas que no implican un correlato intelectual, creando una ruptura, una crisis de identidad que no se resolverá viviendo encerrada en una habitación, ahogada en lágrimas. El talento narrativo de Enrique Planas, que cada vez se hace más evidente, consigue con poquísimos elementos (una habitación, un espejo, un par de espectros de la memoria, un monólogo interrumpido y en voz baja) hacer la representación verosímil de esa larga fila de solitarios que no pueden reconocerse en aquello en lo que se han convertido.



José Watanabe
Habitó entre nosotros. Serie Ficciones. Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú: 2002. 60 págs.


Residencia en la tierra

José Watanabe (Laredo, Trujillo, 1946) es el poeta de la promoción de los años 70 que mejor ha resistido el paso del tiempo. Luego del éxito que significó la antología El guardián del hielo editada por Norma en Colombia, el Fondo Editorial se animó a fines del año pasado a publicar Habitó entre nosotros, su último poemario.

La presencia más bien sutil de José Watanabe en los años 70, opacado por el escándalo de poetas altisonantes y manifiestos instantáneos, se fue fortaleciendo en los años 80 con el espléndido poemario El huso de la palabra. Y ya con Historia natural (1994) la cuestión era clara: José Watanabe era uno de los pocos poetas surgidos después de los 50 cuyo nombre, por concenso de todas las “bancadas” literarias, merecía estar junto a nombres indiscutibles como los de Westphalen, Varela, Eielson o Sologuren. Habitó entre nosotros, su nuevo poemario, tiene como tema la vida de Cristo. Pero no es libro religioso ni converso, sino un texto que busca intersecar dos imágenes de Jesús: la iconográfica (este libro partió como una serie de poemas dedicados a pinturas clásicas donde el tema religioso cristiano remitía siempre al Mesías) y la histórica. De la unión de esas dos realidades se vislumbra una tercera, sintética, que es aquella a la que Watanabe aspira: el Cristo artístico, un personaje que sirve de pretexto para la creación y la reflexión poética. Ya había utilizado el mismo mecanismo para un libro anterior: su adaptación de Antígona. En ambos casos, el resultado es similar: partir de un tópico para reescribirlo. El arte de la reelaboración es un arte complejo cuando no se trata simplemente de guiños metatextuales. Se debe poner el énfasis no en la historia contada y compartida por los lectores, sino en la mirada que la observa y la palabra que la expone. Es decir, en la poesía que hay detrás del tópico. Cuando Watanabe escribió Antígona admitió que su gran fortuna fue haber ignorado la importancia de esa obra para la literatura universal. De lo contrario, dijo, no hubiera sido tan osado como para reinterpretar el mito. Quizá eso explica también Habitó entre nosotros. Watanabe no es un católico piadoso, para él Cristo es el protagonista que le permite desenredar la madeja de la poesía. Se permite, por tanto, un poemario heterodoxo que nos conduce a esferas distintas a lo inefable o lo divino. Nos trae más bien a este mundo, el contradictorio, el desacralizado, el de la realidad. “El cuerpo solo se impone sobre nosotros/ No necesita otra grandeza” se lee hacia el fin de la obra. El poemario recorre las estancias de la vida de Jesús poema a poema, resaltando lo significativo que fue para quienes lo rodearon la cohabitación con el Elegido. Desde el bautizo hasta la resurrección (que el poeta llama significativamente “El descendimiento”), los poemas representan la visión de los otros, el coro de voces de quienes convivieron con él, compartiendo la desconfianza y felicidad de saberse probables testigos de un milagro. Finalemente, en medio de estos poemas resalta uno, aquel dedicado a las parábolas, que se corresponde con la esencia misma de toda la obra Watanabe, extraordinario creador de parábolas con un talento que nos remite a la poesía oriental, a la sabiduría popular y, desde luego, al mismo Jesús.

Florentino Díaz Ahumada
Transmutación de la Ciudad o el Alba de los Cuerpos Luminosos. Antares editores: 2002. 73 págs.


Transformarlo todo

Florentino Díaz Ahumada nació en Lima, en 1976. Perteneció al grupo Inmanencia y con ellos en 1998 publicó sus primeros poemas. Desde entonces se dedica a las lecturas, los performances y la publicación en revistas. Transmutación de la Ciudad o el Alba de los Cuerpos Luminosos es su primer poemario, editado por Antares.

Hacia fines de los años 90 apareció en escena el colectivo Inmanencia, vinculado a la Universidad Católica, que en sus poemas, así como sus declaraciones, se desmarcaba de la poesía social, el coloquialismo marginal y el registro callejero que había regido durante más de 20 años la poesía peruana. Uno de sus más talentosos integrantes era Florentino Díaz, quien en su primer poemario individual Transmutación de la Ciudad o el Alba de los Cuerpos Luminosos ha conseguido afianzar su carrera literaria. Florentino Díaz es representante de una nueva actitud frente a la poesía. Es un poeta no de recitales sino de performances. No de manifiestos ideológocos impresos en mimeógrafo, sino de desafiantes actitudes estéticas que pretenden hacer de la poesía una experiencia reveladora. Ambiciona cambiar no la sociedad sino el espíritu de sus lectores. “Que el libro vuelva a ser engendrador” dice en uno de sus mejores poemas, que trae un peculiar blasón: “Yo soy el fondo de carne, de nervios, de fluidos/ hirvientes/ Estremecidos por el poder de la inteligencia/ Y les hablo desde este yo para que puedan/ Comprender”. Inteligencia, comprender: sus versos buscan ser una suerte de epifanía dirigida no al poeta sino al lector. Como para Rimbaud o Artaud, la poesía es un estado de videncia. Y el poeta es el medium de una profecía estética que busca “Transformar todo en belleza”. Por ello, el poemario tiene un tono profético, cargado de advertencias y visiones. El tema recurrente –incluso en las láminas del autor que acompañan la edición- es el de la Transmutación. Debemos tomar en cuenta, por ejemplo, la presencia del fuego. Es el gran purificador y suele aparecer vinculado a la ciudad: “Lo que no es ciudad siempre es ceniza”; “Una sola ciudad para la esfera del mundo/ Se tornará en fuego la cima de los montes”; “El reino está aquí/ La otra ciudad, el inmenso y resplandeciente templo/ entre nosotros el fuego”; “La ciudad sumergida/ destruida por el rayo del tiempo”; “Hoy la ciudad resplandece/ A pesar de todo lo gris que hay en el cielo”. Aquel fuego puede destruirlo todo, dejarlo vacío o quieto, preparado para la Transmutación. Aunque a veces el fuego más bien es el mensaje cifrado, la zarza ardiente. En todo caso, siempre dejará el camino libre para la aparición del autpentico protagonista del poermario, al que el poeta llama “El Engendrador, el Procreador” y que es “aquel cuya mirada te consume”. Hacia el final de este poemario lleno de hallazgos y gran poesía leemos esta confesión: “Soy hombre, soy ciudadano. Nada me pejudicará/ Estoy atento”. Es en ese estado alerta que el poeta espera el trinfo, estupendamente representado por aquella lámina final titulada “El universo danzante” donde los contrarios se unen, triunfantes, para siempre.

Julio Nelson
Summa poética. Arteidea editores: 2002. 97 págs


No puedes volver a tu pueblo

Julio Nelson nació en Iquitos en 1943. El nomadismo ha regido su vida, y en sus viajes supo confrontar la realidad cosmopolita de Munich o París con la indígena de pequeños distritos de los Andes. Así también, el discurso poético de Saint John Perse se entrelaza con la musicalidad de los harauis y la condensada sabiduría de Li Po. Tres hitos que se sintetizan en la poesía de Julio Nelson, quien con esta Summa Poética, donde se reúnen sus tres poemarios y que ha tenido el acierto de publicar Arteidea, se despide sin aspavientos de la poesía.

Bien hacen los editores en comparar el breve recorrido literario de Julio Nelson con autores como Vicente Azar o Juan Rulfo, quienes han tenido una obra tan breve como intensa. Desde luego, hay centenares de ejemplos más. El tema de los autores que abandonan la poesía, aquel estado de gracia o alucinanción, es arduo y se presta a interrogantes cuya respuesta imposible implica atenazar la esencia misma de la literatura. Esta Summa poética de Julio Nelson no tiene la apariencia de una obra concluida sino, más bien, la de un resto de naufragio. Quizá ahí radica su éxito, en aquella sensación de un aliento que expira y que al mismo tiempo lucha por no extinguirse. La poesía de Nelson tiene la apariencia de una vida inconclusa, o más bien la de una vida cuya inconclusión es un fin en sí mismo. La secreta belleza de su poesía radica en la sensación de que estamos ante fragmentos que han sido rescatados de la nada, prefiriendo una delicada elipsis de silencio antes que el grotesco dibujo que todo lo explica. Hay poetas que nacieron para el alumbrado público, para iluminar estadios, ciudades, provincias, países. Pero hay otros cuya luz solo alcanza a encender la lámpara de noche de un hombre que se desvela. Esos poetas son imprescindibles, y su talento no tiene que envidiar nada a los poetas que recitan desde altavoces. De esos poetas es Julio Nelson. Su primer poemario, la plaqueta Tierra de Anhelo, de 1965, es una poesía que tiene de épica y de compromiso ideológico. Se inicia con un canto a Macchu Picchu y continúa con versos emotivos dedicados a Javier Heraud, a los mineros de La Oroya, al misterioso Amazonas. Es una poesía influida por la rebeliones que acontecían en el Perú, como secuela de lo que fue la revolución cubana. La plaqueta pasó a integrar un poemario célebre y ambicioso, llamado Caminos de la montaña, donde reúne poemas de 1965 hasta 1981. Escrito a caballo entre Europa y el Perú, entre Munich y Ancash, Caminos de la montaña oscila entre la poesía de celebración y fe hasta la poesía de observación y detenimiento. Nelson se ha hecho poseedor de un secreto al contacto con la naturaleza, y no teme en decirlo abiertamente en el poema “Cerro Illaparratanám”: “Es que nadie/ podría nunca imaginar la dicha de ver el maíz meciéndose/ en tus faldas en las tardes cálidas de abril/ de contemplar los rebaños paciendo por tus cumbres/ entre la paja alta, paja dulce, dorada/ ¡Ah, esa felicidad nadie la sabe!” No ha abandonará, ciertamente, el interés por la lucha revolucionaria. Jamás lo hará. Pero ahora esa lucha está vinculada al regreso a la naturaleza, a lo esencial, a una suerte de equidad y moral que no proviene del Estado –ni siquiera de uno comunista- sino de los hombres auténticamente libres: “Después de sucesivas jornadas/ curtida la piel, sentiremos, en el aroma del aire, cada vez más cerca la victoria”. Esa poesía, que alcanza su perfección en los bellos “Madrigales para Eudoxia Dalila” –su mujer y objeto de inspiración- dará paso a una suerte de equilibrio interno, que le permite releer, con una simplicidad y autenticidad impecable, el mundo y la cultura occidental en “¡Oh, viajeros!”, con referencias a Cervantes o a Karl Marx, por ejemplo. El poemario El Otro Universo (publicado originariamente en 1994) cierra el breve círculo de esta Summa poética. Es una poesía aún más coloquial, donde el “otro universo” parece referirse simultáneamente a la experiencia pasada en los Andes –que mira con nostalgia desde la anodina ciudad- y a la poesía. Y es que una y otra, resalta Nelson, son lo mismo. El otro universo, en ese sentido, es una despedida. El poeta sabe que aunque sigue teniendo fe en la poesía, la fuente de donde brotaba la suya se ha agotado. Ante la pregunta de ¿por qué no escribe más? Nelson responde que ha perdido el don al alejarse de la naturaleza “No puedes volver a tu pueblo” escribe al inicio del último madrigal para Eudoxia Dalila. Lo dice sin desengaño, más bien con la melancolía de quien deja ir lo que ama para no echarlo a perder. La respuesta, pienso, es la misma que dio Umberto Saba para despedirse de la literatura después de publicar Pájaros: “Enseguida (caí) en la certidumbre de no ser ya más que un peso sobre la superficie de la tierra, de no tener nada que hacer o que decir en un mundo que ya no es mío, en el cual de mío no resisten, para aumentar la tristeza, más que unos pocos fragmentos”. Pero lo que queda claro después de leer Summa Poética es que en Julio Nelson, como en Saba, se puede callar el poeta, pero la buena poesía seguirá siendo ese río que no cesa.





Bryce Echenique, Alfredo
El huerto de mi amada. Planeta: 2002. 286 págs.


La pérdida del huerto

Desde que se supo que el Premio Planeta 2002 era para la novela El huerto de mi amada de Alfredo Bryce Echenique surgió una enorme y renovada expectativa por el autor y su obra, por aquellos días muy cuestionado a raíz de unas supuestas declaraciones suyas en Europa. La reconciliación del país con su autor vino de mano de este premio, y la expectativa generada por la novela premiada superó todas las proyecciones, pese a la piratería que intentó aguar la celebración. El huerto de mi amada es una novela de amor escrita con la acostumbrada mezcla de sentido del humor y ternura que se ha convertido en un sello personal de Bryce Echenique.

Esta es la historia de un amor a primera vista. Carlitos Alegre, un millonario adolescente, muy religioso y aplicado, conoce en una fiesta de familia a Natalia de Larrea, aristócrata bellísima considerada la soltera más codiciada de Lima. Sin embargo, la diferencia de edades es trágica entre los 18 años –cuando la mayoría de edad es 21 años- de Carlos y los más de 30 de Natalia. Otra diferencia notable es la inocencia de él y el escepticismo de ella. Pese a esas distancias, como si finalmente los extremos opuestos se uniesen, cuando en esa fiesta se descubren el uno al otro surge súbitamente el amor. No es un amor social, donde se permite escoger, sino un amor fulminante, un rayo que alcanza a los novios en mitad del jardín. El resto de la fiesta, para desconsuelo y posterior ira de los demás invitados, todos ellos millonarios dispuestos a poner el cielo bajo los pies de Natalia, la pareja no deja de bailar abrazados una versión de Siboney de Stanley Black. Finalizada la fiesta, un confuso incidente determina la fuga de Natalia y Carlitos hacia aquel paréntesis en medio de la moral y la hipocresía limeña que es la casa de campo de Natalia y su bellísima huerta. Entonces nos enfrentamos ante el tema de la novela: el intento de vivir en la utopía, el paraíso recobrado. Mientras Natalia y Carlos habitan esa huerta nada puede interrumpirlos y las diferencias se pierden. Carlos busca en Natalia un amor apasionado que haga las veces de despertar erótico y protección contra el mundo de divorcios y arribismos (magníficamente representados por dos personajes bufonescos, deliciosos, como son los mellizos Céspedes) que está comenzando a conocer. Natalia, en cambio, ve en él la posibilidad de superar las frustraciones a través de ese adolescente que representa la pureza y la sinceridad, dos bienes extraviados para siempre en el mundo en que vive, pero que permanecen inalterables en Carlos. Él es, sobre todo, una persona buena, con una bondad fuera de este mundo, y así lo entienden no solo Natalia sino los empleados de ésta (en especial Molina, el chofer), la fea hermana de los Céspedes y la pequeña Melanie, un personaje que crece entre sombras hasta volverse –hacia el final de la novela- en silenciosa protagonista. Sn duda, Carlitos es una suerte de Julius adolescente, aunque esto último sea un clisé que se repite ante cualquier personaje masculino de Bryce. Pero es que, precisamente, de alguna manera Bryce solo tiene una forma de crear personajes, una única forma de hacerlos existir distraídamente, trastabillando y complicándolo todo, tan fatales que resultan entreñables. Al igual que los genios del cine cómico -como pueden ser Cantinflas, los hermanos Marx, Chaplin o Woody Allen- en las obras de Bryce Echenique cada protagonista se alimenta de los mismos temores e idénticas ternuras, y observan la vida desde la misma altura según la cual la objetividad solo se logra con una subjetividad bien intencionada. Las variantes las imponen las anécdotas, las locaciones y los personajes secundarios, casi siempre mujeres enternecidas fulminantemente ante esa raza de Julius no aptos para este mundo. Sin embargo, en El huerto de mi amada existe una variante que resulta altamente significativa: por primera vez, los otros personajes descubren lo que los lectores sabemos: que la naturaleza con que están hecho Julius, Pedro Balbuena, Martín Romaña o Carlitos Alegre, no es de este mundo. Y ellos, que sí lo son, deben cuidar esa inocencia y protegerla con uñas y dientes. La cruzada de Natalia es tan emotiva como imposible. Ella sabe que no puede perderlo, pero sabe también que los límites del huerto son estrechos y el mundo no puede ser un enorme huerto, aunque Carlitos piense lo contrario. Perder su amor es claudicar, abandonar la fe en que la felicidad puede existir de una manera tan natural y desprevenida. La lucha de Natalia por no perder ese pedazo delirante de fe es una variante inusitada en la obra de Bryce, que convierte a esta novela en una cumbre en el contexto de una de las summas literarias más personales de la literatura contemporánea.

Ronaldo Menéndez
De modo que esto es la muerte. Lengua de trapo: 121 págs. 2002


El humor del antropófago

Ronaldo Menéndez nació en La Habana, Cuba, en 1970. Después de ganar el Premio Casa de Las Américas de Cuba por su libro de cuentos El derecho del pataleo de los ahorcados su nombre se estacionó, definitivamente, en aquel limbo de las jóvenes promesas de Hispanoamérica. De ese limbo salió en 1999 cuando ganó el Premio Novela Lengua de Trapo, de la editorial del mismo nombre en España, con La piel de Inesa, una novela sobre la exploración y el nacimiento de la sexualidad. Ahora, esta nueva colección de relatos De modo que esto es la muerte, no solo confirma esa calidad sino que la luce con resultados francamente alentadores.
El primer cuento del conjunto, titulado significativamente “Carne”, es una historia que marca el compás del resto de relatos. La historia de dos ladrones inexpertos, Cirilo “Ojo Tuerto” y Bill, que pretenden robar una vaca y en pleno forcejeo son atrapados por unos farmers, los cuales al fin del cuento se muestran felices de haberlos atrapado porque gracias a eso podrán tener una sábana de carne en su mesa. La Carne, así, con mayúsculas, es el gran tema de este libro donde todos los placeres –incluyendo algunos prohibidos como el de la antropofagia- aparecen en desfile, enredándolo todo, convirtiendo cada historia en una serie de disparates. Y es que lo más resaltante es eso, precisamente, el disparate que otorga de un gran sentido del humor al libro, una risa constante que hace amable y le quita dramatismo aún a las cosas más terribles. Y es que Ronaldo Menéndez no es un narrador decimonónico, de aquellos que quieren dar consejos y presentar realidades que demuestren que el humano se ha deshumanizado y cosas similares, buenas para tesis de antropología, sino que es un narrador hijo de su tiempo, sin consejos y sin moralejas, cargado sí de un repertorio de personajes y de argumentos extraordinarios que quiere presentar así, sin más, con fe en la ficción pura y su capacidad de comunicar. Si en sus cuentos “El derecho del pataleo de los ahorcados” la referencia al poder político y la exigencia de libertad era explícita, aquí el tema de la muerte también parece explícito. Pero la muerte no es más que “eso”, aquello que ocurre siempre de manera imprevista, siempre como un escándalo pero no necesariamente trágica (o, en todo caso, la tragedia está en los ojos del que lo lee, no de quien lo escribe). Menéndez es un narrador de historias, no de alegorías. Sus antropófagos pueden ser una metáfora certera del hambre, como dice la contratapa, pero no necesariamente. Por ejemplo un cuento, “La isla de Pascalí” nos remite a la historia de cubanos en Lima, la delación, la pobreza. Pero uno podría cambiar las circunstancias y el cuento no perdería su vigor, su fuerza natural, que radica en el argumento y no en los referentes. Por ello, es el lenguaje el que asume el protagonismo en este libro. Cuando Menéndez hace hablar a sus personajes en primera persona construye un lenguaje que podría ser caribeño, pero no necesariamente. No hablan como cubanos de Cabrera Infante ni como castizos de Pío Baroja, hablan con un tono extraño, particular, al que podríamos llamar “el tono Menéndez” ¡Qué gran logro para un narrador eso! podría decirse y sí, ciertamente, es un enorme mérito sobre todo porque ese tono le permite escribir cuentos tan notables como “La verticalidad de las cosas” y también hacer verosímil (ojo, en la ficción la verosimilitud la confiere el lenguaje, que delimita la frontera y la lógica del mundo representado) un cuento como “Cerdos y hombres. El extraño caso de A”. Ser mezquino es la norma para con los autores jóvenes. Pues me salto la norma para afirmar que Ronaldo Menéndez ha escrito una espléndida colección de relatos que demuestra que la literatura latinoamericana última está dando, a contrapelo de su crítica escéptica y socarrona, obras indispensables como ésta.

Luis Nieto Degregori
Cuzco después del amor. Peisa: 2003. 285 págs.


Poseer el don

Luis Nieto Degregori (1955) se ha convertido, desde hace varios años, en el narrador cusqueños más conocido y celebrado de su generación. Desde la aparción de Harta cerveza y harta bala (1987) hasta Señores destos reynos (1994) su obra se ha enmarcado en el realismo urbano y el recuento histórico, sin que las preocupaciones por las dificultades de escribir y darse a conocer desde la provincia le impida una exigencia estética inusual entre su contemporáneos, la cual logra su mayor altura en Cuszco después del amor, novela que acaba de publicar la editorial Peisa.

El Cuzco monumental, histórico, provinciano, telúrico, épico, aparece en un sinfín de textos y poemas. El Cuzco moderno, atorado de turistas, sexual, de drogas, alcohol, discotecas y bricheros también ha aparecido, con bastante frecuencia, en textos de narrativa de reciente publicación. La síntesis entre ambos mundos es, ciertamente, un caldo de cultivo para la literatura, aunque eso no implique nada si el autor no tiene el talento para atrapar la intensidad y las contradicciones del Cuszco contemporáneo. Y así ha quedado demostrado con Cuzco después del amor porque, sin duda, Nieto Degregori tiene ese talento. La novela consigue, sin exabruptos ni escenas clisés, transmitir una atmósfera verosímil de lo que es hoy en día la antigua capital del Incanato. La elección del protagonista es, de lejos, el primer y más importante hallazgo que le permite al autor coger el hilo de la historia con acierto. Martín es un arquitecto cusqueño que tiene una educación cosmopolita pero, al mismo tiempo, es un apasionado de su ciudad. No por su importancia histórica o la cháchara nacionalista, sino por características más sutiles, quizá, pero tan contundentes como son la luz, el valle, el mestizaje arquitectónico. Ha conseguido un puesto en la cooperación española desde el cual se encarga de la reconstrucción de la Compañía, cuya remodelación debe culminar en 1992, como parte de las celebraciones de los 500 años. Al mismo tiempo, junto a un grupo de amigos, está convencido de la necesidad de restaurar Cusco y convertirla en una ciudad arquitectónica que logra salvar los años, como puede serlo Venecia. Ese sueño dorado se estrellará de nariz frente a la ambición de El Flaco, nuevo alcalde del Cusco, que representa una visión más “progresista” y no le tiembla la mano en utilizar el dinero conseguido para la reconstrucción de la ciudad en construir monumentos enormes, que pretenden “modernizar” la ciudad pero no hacen sino resltar la megalomanía y falta de gusto del alcalde quien, para colmo de males, se siente la reencarnación de Pachacútec y tiene un anti-hispanismo cabalgante. Martín deberá morder el freno de su falta de poder político, y aceptar que esas estatuas enormes de Pachacútec y esas fuentes de agua con pumas son la tumba donde morirán sus sueños de recuperar la ciudad de luz y piedra que él ama. Y lo que es peor, deberá aceptar que esa demagogia modernista es compartida por muchos amigos y por la mayoría de cusqueños. Por otra parte, la novela se desenvuelve también como una educación sentimental. Quizá por su cosmopolitismo, Martín evita frecuentar las picanterías y colocarse el poncho de las festividades, y más bien es asiduo a las diversiones nocturnas del Cusco turístico, como discotecas de moda o el pub ingles. Sus relaciones se guían por esa pauta, pues su gran amor fue una alemana –Ingrid- con la que convivió cuatro años. Sin embargo, sexualmente Martín aún no consigue establecerse. Cerrado por una educación machista, de la que Ingrid lo despercude un poco, la gran obsesión de Martín –más allá de la arquitectura urbana- es la de conseguir una pareja a su imagen y semejanza. No lo convencen ni las extranjeras liberales ni las provincianas que buscan un marido. Y he aquí el segundo, y definitivo, gran acierto de Nieto Degregori pues las tribulaciones de Martín están hechas con una agudeza inusitada, entre el entusiasmo y el desasosiego, sin llegar a despercudirse del machismo pero al mismo tiempo con la lucidez suficiente para reconocer los síntomas. El sexo es la segunda conquista que inicia Martín y, lo adelantamos, su segunda derrota. Apenas con Cloe –una mujer casada, andahuaylina, pintora- parece conseguirlo pero la relación es superior a sus fuerzas. Como un demiurgo, pretende controlar todo, y termina enredado en los hilos de sus títeres. Cloe tiene “el don” para Martín: es una mujer que sabe disfrutar y hacer disfrutar del sexo. Sin embargo, quien carece del don es él mismo, demasiado confundido para superar sus temores, demasiado egoístas para enfrentar al Amor con mayúsculas, demasiado nostálgico para amar algo distinto a las ruinas que rodean su vida sentimental y la ciudad que se transforma en sus narices. Luis Nieto Degregori ha escrito una obra notable, intrigante, sentimental, compleja, con cuestionamientos personales e históricos. Una novela imprescindible.