sin plumas

comentarios de libros por iván thays

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Lugar: Lima, Peru

Escritor peruano (Lima, 1968) autor de las novelas "El viaje interior" y "La disciplina de la vanidad". Premio Principe Claus 2000. Dirigió el programa literario de TV Vano Oficio por 7 años. Ha sido elegido como uno de los esccritores latinoamericanos más importantes menores de 39 años por el Hay Festival, organizador del Bogotá39. Finalista del Premio Herralde del 2008 con la novela "Un lugar llamado Oreja de perro"

3/28/2003

Enrique Vila-Matas
El mal de Montano. Anagrama: 2002. 316 págs


Una enfermedad literaria

El nombre de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) empezó a sonar fuerte en América Latina desde que ganó el premio Rómulo Gallegos 2001 por su novela El Viaje Vertical. Pero aún es considerado un autor para “grandes” minorías, quizá por aquel gusto a escribir obras donde los referentes literarios son el pretexto para trazar el argumento, como es el caso de Historia abreviada de la literatura portátil, Bartleby y compañía y ésta misma, El mal de Montano, que ganó el Premio Herralde 2002 de la editorial Anagrama.

El mal de Montano es la descripción clínica de una enfermedad literaria. La enfermedad consiste en obligarte a vivir obsesivamente pendando en la literatura. No se trata de vivir una vida literaria –una vida de aventuras- sino una vida donde cada cosa, cada hecho, te remite a citas literarias y recuerdos que le ocurrieron a escritores que admiramos. Si el abandono de una mujer nos remite a una escena de Shakespeare, entonces llevamos el virus del mal de Montano (al que Juan Carlos Onetti llamó literatosis). Montano es el hipotético autor de la novela Bartleby y compañía. Un escritor obsesionado por los escritores que abandonan la literatura estando en su mejor momento, y que por ello les rindió homenaje en ese libro sobre los innumerables Bartlebys de carne y hueso que un día “prefieren no hacerlo”, es decir, no escribir nunca más. Irónicamente, después de terminar el libro Montano ha sido castigado con una sequía literaria. Pero el Montano de esta novela se refiere también es el padre del Montano escritor. Este es un viejo crítico de literatura que confiesa sufrir del mismo mal que aqueja a su hijo: no poder evadirse de las redes literarias y convertir su vida en una página de crítica textual a innumerables textos ajenos. Hasta ahí la puesta en escena es dramática y prometedora. Pero la novela da un giro tremendo a partir del segundo capítulo, titulado “Diccionario del tímido amor a la vida” donde Montano (el escritor, el hijo) confiesa que las primeras cien páginas (reunidas bajo el título “El mal de Montano”) conforman una nouvelle llena de hechos ficticios y mentiras. Se inicia así otra historia, no menos literaria, en que curiosamente el autor dice sentirse satisfecho de haber huido de la literatosis, aunque lo que el lector tiene entre manos es un diccionario de autores célebres, cuyas entradas son sus apellidos y sus definiciones son pequeñas anécdotas. Luego, la tercera parte de la novela, titulada “Teoría de Budapest” será un ensayo acerca de los diarios literarios leído por Montano en Budapest y la cuarta parte, “Diario de un hombre engañado” es, desde luego, un diario donde el nombre y la figura de Franz Kafka es significativa. El breve capítulo final, “La salvación del espítitu” es una cena de espectros, donde confluyen todos los escritores convocados a este aquelarre literario. Como podrán darse cuenta en esta descripción de los capítulos, El mal de Montano es una novela para escritores y sobre escritores, un ingenioso y muy bien tramado juguete literario cuya reflexión sobre el destino de la literatura no deja de tener una lucidez conmovedora, regida por aquella frase del recientemente fallecido Maurice Blanchot: “¿Cómo haremos para desaparecer?” Y es que para Blanchot, para Montano y para todos los Bartlebys de este mundo, el destino de la escritura es volcarse hacia sí misma, hacia su esencia, que es la desaparición.




Ricardo Sumalavia
Habitaciones. Colmillo Blanco: 2003. 75 págs.


Puertas cerradas, ventanas abiertas

Ricardo Sumalavia (Lima, 1969) publicó en 1003 su primera colección de relatos, Habitaciones, en una edición no venal. En el 2001 apareció la colección Retratos familiares que dejó buena impresión y despertó la curiosidad por ese primer libro inhallable. Después de diez años, estos cuentos consiguen una segunda oportunidad.

La frase que cierra Habitaciones, tomada de los poemas Underwood de Martín Adán, explica muy bien el tono de estos cuentos. “Bertoldo diría estas cosas mejor,/ pero Bertoldo no las diría nunca”. La frase es una explicación sobre qué es escribir: decir aquellas cosas que los demás no dirían. Ver donde nadie nada. Bertoldo es el que vive, quizá el que comprende, pero no el que escribe. A Bertoldo le toca enredarse con la vida, al escritor el reinterpretarla y transcribirla. Así, Habitaciones es una transcripción de murmullos, un intento de censar secretos que se apenas atisban por las rendijas de las ventanas abiertas, aunque las gruesas puertas de esas habitaciones estén cerradas. El autor es un violador de la intimidad, un contador de secretos. No puede comprenderlos, quizá, porque le faltan datos, pero igual puede contarlas. Es el lector quien debe reordenar ese material. Por ello lo que se cuenta aquí no es el argumento ordenado y lineal al que se reduce cualquier historia, al fin y al cabo, sino las oscilaciones, las vibraciones, los misterios, las medias verdades y las palabras dichas en voz baja, las penumbras de esas historias. El lector toma cada uno de estos relatos y sabe que hay una trama, que detrás de los hechos existen explicaciones. ¿Pero quién podría dárselas? Bertoldo, quizá, pero él no las daría nunca. Dos palabras son claves: atmósfera y amistad. Estamos ante cuentos de atmósfera, donde lo que sucede o lo que se dice forma parte de un clima, una tensión, un aliento. El lector quedará en la duda muchas veces sobre qué pasó, pero jamás indemne de sentirse triste, nostálgico, desolado. Si lo importante al leer un cuento no es lo que hemos aprendido sino sentido (o vivido) los cuentos de Sumalavia dan siempre en el blanco. La otra palabra es “amistad”. Estamos ante cuentos cuyo motivo es la amistad, como la familia lo fue de Retratos familiares. La amistad, en diversas maneras, aparece en cada relato, pero siempre con una naturaleza ambigua. Desde la complicidad (“Buenos muchachos”) hasta la traición (“Todos allá, en la plaza”) o una curiosa misericordia (“Colofón del día de la sombra”). Pero, sin duda, lo que unifica cada una de estas relaciones de amistad es la soledad en que terminan inmersos los personajes. Sumalavia concluye cada cuento describiendo una enorme soledad, una tristeza que crece entre las cuatro paredes de estas habitaciones cerradas, alimentada con lo que no se puede decir o lo que se calla simplemente. Cuentos de atmósfera y de experimentacion, Habitaciones es un libro impecable que merecía largamenta esta relectura.


César Aira
Varamo. Anagrama: 2002. 124 págs.


El secreto argentino

El día martes 26 de noviembre de 2002 se inicia en la Universidad de Lima el Encuentro “¿Qué hacer con la Literatura?” que reunirá poetas y narradores, del Perú y del extranjero, durante tres días de mesas redondas y testimonios. Entre la larga lista de nombres célebres hay uno que combiene destacar puesto que, para el público en general, podría pasar desapercibido: César Aira. El escritor –que se presentará en la primera mesa redonda, a las 11:30 am, luego de la inauguración- ha sido llamado “el secreto mejor guardado de la literatura argentina” y su obras es extraordinaria, en todo los sentidos de la palabra. Para muestra un botón: Varamo.

Es cierto que suena a clisé, a propaganda editorial, aquello del “secreto” de la literatura argentina, al igual que el calificativo de “autor de culto”. Sin embargo, el clisé pretende desnudar una verdad completa: la obra del argentino César Aira es absolutamente imprevisto dentro del contexto de nuestro idioma, por decir lo menos. Sus libros transitan siempre en el absurdo, al que se arroja sin contemplaciones ni reparos. Las situaciones más inverosímiles, las menos previsibles, aparecen trenzadas firmemente en cada uno de sus relatos con una soltura impresionante. Aira no teme, por ejemplo, transcribir el monólogo simplón de dos payasos de circo (aquel “coma” y “beba” famoso) en su novela Dos payasos. O contar las hazañas de un investigador demente y sus afanes de conquistar el mundo, apoyándose en la circunstancia de un congreso de literatura latinoamericano justamente, en el cual Aira hace desfilar a algunos de sus famosos colegas amenazados por un gigantesco gusano de seda en El congreso de literatura. Otras obras suyas comparten, en mayor o menor medida, ese amor desmedido por lo absurdo y el delirio pero es inverosímil describir cada una de ellas porque Aira es un autor prolífico de una manera singular. Sus novelas tienen una extensión que fluctua entre las 70 y 100 páginas, pero aparecen unas tras otra, a razón de casi dos por año y en una editorial distinta cada vez, desde las grandes transnacionales hasta pequeñas editoras independientes.
Varamo, la más reciente, apareció en Anagrama y sin duda es una de sus novelas más extraordinarias. En ella el tema de la creación, que aparece de soslayo o abiertamente en casi todas sus obras, alcanza un sentido y una coherencia estupenda. La historia nos conduce a Varamo, un sujeto nacido en la pequeña y modesta ciudad de Colón (Panama), oficinista maduro y burócrata de ministerio que a fin de mes recibe su sueldo en dos billetes de cien pesos cada uno. El asunto no tiene nada de especial hasta que descubre Varamo que ambos billetes son falsificados. Desde luego, denunciar el hecho sería lo sensato, pero la sensatez es una actitud difícil de definir en las novelas de Aira. No es que sus personajes sean insensatos o ilógicos, más bien todo lo contrario, tienen una sensatez contundente por la cual las cosas que suceden, aunque extravagantes, parecen ser producto de una causalidad irrefutable. En Varamo, por ejemplo, resulta “obvio” que aquel tipo al que le entregan dos billetes falsos “necesariamente” termina, al fin de ese día, convertido en el autor del poema más importante de la literatura moderna centroamericana: El Canto del Niño Virgen. La novela de Aira pretende describir aquel momento en el que Varamo -quien jamás había escrito nada y su única ambición estética era embalsamar a un pescado tocando piano- se convierte en un genio. Y para ello recurre a la tenaz ennumeración de los hechos y las conversaciones que sostiene Varamo durante ese día prodigioso, y cómo la suma de esos actos colectivos e individuales, históricos y psicológicos, son el impulso creativo que genera la obra de arte producida, al mismo tiempo, por una suerte de azar y de fatalidad. La travesía de Varamo parece ser la metáfora de cómo se consigue componer una obra maestra atendiendo mensajes errados, fórmulas incomprensibles y retazos de experiencias mal digeridas. Es decir, como puede conjugarse, gracias a la genialidad, la lógica matemática y la inspiración para originar una obra deslumbrante por innovadora como la de Varamo. Y como las de César Aira, por supuesto.

Josué Suárez Flores
Camino a la cita. Mar Adentro (Colegio Santa Margarita): 2002. 127 págs.


Un deslumbrante debut literario

En el recuento del año 2002 consideré a Josué Suárez Flórez (1973) como la revelación más importante del año. Lo cierto es que su colección de cuentos Camino a la cita, publicada en la colección Mar Adentro que inicia con estupendo pie el colegio Santa Margarita, es una de las lecturas más soprendentes e imprescindibles que nos deparó la narrativa peruana el año pasado, aunque injustamente pasó desapercibido en los medios. Pero como Roma no se hizo en un día, aún es tiempo de que los desprevenidos redactores culturales busquen el libro traspapelado entre decenas de sobres manila y notas de prensa y disfruten del nacimiento de un autor extraordinario.

Camino a la cita es una colección de nueve relatos. El estilo de estas narraciones podría calificarse como “minimalista”, enmarcado en la escuela norteamericana inspirada en la técnica de Ernest Hemingway y que hizo célebre a fin de siglo Raymond Carver y que tiene un correlato literario en su país, como Paul Aster o Lorrie Moore, o en diversos países del mundo, y en distintos idiomas –como el castellano- e incluso en un estilo pictórico representado por Edward Hooper. En el Perú, existen algunos autores que han escrito dentro de ese estilo, entre los que destacan Alonso Cueto o Giovanna Pollarolo, además de la nueva generación de autores como Sergio Galarza, Carlos Dávalos, Omar Benel, aunque ellos tienen ciertas influencias del llamado “realismo sucio” –llámese Bukowski o Easton Ellis-, influencia que –felizmente- no se descubre en el autor de Camino a la cita.
El “minimalismo” se refiere a la forma de narrar sin utilizar adjetivos, con una prosa directa, puntual, y una temática poco compleja en apariencia –casi siempre es una anécdota más o menos pueril, o un hecho extraordinario que surge en medio de lo cotidiano- pero manteniendo un tenso hilo narrativo, dirigido hacia la resolución del relato, que casi siempre nos deja en suspenso. Pese a que, en apariencia, los autores minimalistas no parecen tener mayor intención de utilizar estrategias muy sofisticadas o “literarias”, lo cierto es que en las mejores obras el sentido del texto tiene un profundo valor metafórico. Por lo demás, el tema del minimalismo suele conducirnos a las grandes ciudades, a las discusiones dentro de casas suburbanas, a una suerte de apuesta por la soledad que deja la urbe, al mundo interior vacío de los hombres de ciudad. En Camino a la cita vemos expuestas las mejores cualidades del minimalismo. Los cuentos transcurren en la ciudad, una urbe despersonalizada que bien podría ser Lima, y en ellos, aunque el autor no hace referencia explícita a emociones o sentimientos, notamos una enorme capacidad para referir estados de ánimo tan solo contando anécdotas o situaciones. Los diálogos, en su mayoría, son escuetos, sin intención de imitar la coloquialidad sino buscando aludir a esos climas interiores que mueven las acciones de los protagonistas. Vemos aquí que las situaciones más triviales como ir a almorzar terminan pronto convirtiéndose en absurdas. Ese absurdo se instala, de manera peculiarmente natural, en la mayoría estos cuentos y nos muestran un mundo en apariencia conocido pero que en realidad, de manera desapercibida, corre paralelo al de nuestra “realidad”. La atmósfera en cada uno de los cuentos es singular. Existe un aliento de misterio, de grisedad e indefinición, que unifica al conjunto. Sin duda, el autor opta por esa indeterminación geográfica para atenazar mejor la metáfora. Hay una voz en sordina, un hablar de murmullos, auspiciado por esa atmósfera opresiva que subyace de cada relato, y que tiene como base el estupendo uso de la elipsis que hace el autor. Pero no debe pensarse que estamos ante un libro triste o depresivo. Al contrario, existe una extraña ética de la felicidad, una manera de triunfar en batallas ubicadas en mundos distintos a la asfixiante cotidianidad del día al día. Así, el enorme triunfo de la protagonista de “Las mujeres ya no cocinan” no radica en vencer su vida doméstica sino en pasar por alto de ella, por transparentarse y hacerse eterna. La eternidad, parece decirnos cada uno de los protagonistas, es la única arma que destituye al reino de lo inmediato. Pero aunque a nivel temático hay méritos indiscutibles, el auténtico mérito radica en el lenguaje de inusitada belleza. Un lenguaje conciso, solvente, que se aleja de todo abuso de adjetivos o de descripciones torpes. Suárez dosifica con destreza la información de tal manera que el lector jamás tiene demasiada y tampoco carece de ella. Con esa misma destreza, para contarnos los hechos el autor se vale de la narración en estado puro, una intensa sucesión de acontecimientos que terminan por seducir al lector, seducido y arrastrado por ese río de información puntual y constante. Este debut literario de Josué Suárez es uno de los más auspiciosos en años, definitivamente.

Enrique Planas
Puesta en escena. Alfaguara: 2002. 125 págs.


Encerrada con un espejo

Enrique Planas (Lima, 1970) inició su carrera literaria en 1996 con Orquideas del paraíso, la historia de un adolescente que es llevado por su padre a un prostíbulo para iniciar su vida sexual, y un golpe del destino termina convirtiéndolo en una prostituta púber llamada Orquídea. Luego, acompañada del Premio BCR, vendría la novela Alrededor de Alicia (1999), donde dos historias aparentemente ajenas entre sí (una ocurre en un cementerio de tacna durante la “chilenización”, a fines del XIX, y la otra, un siglo más tarde, en una cama de hospital donde yace de una muchacha en estado de coma) van trenzándose poco a poco hasta convertirse en dos caras de una minsa moneda. Ahora, con el auspicio del sello Alfaguara Enrique Planas publica su tercera novela: Puesta en escena.
Puesta en escena es un largo monólogo, dividido en fragmentos y pequeñas secuencias, en el que una bailarina de danza moderna llamada Lucía se contempla frente al espejo. Es una novela de encierro, pues todo ocurre dentro de la habitación de Lucía. Y es una novela de silencios, porque el lector rápidamente descubre que los silencios de la bailarina, las largas miradas que le otorga callada a su reflejo, son aún más significativas que lo que nos cuenta. Como si fuera un espectáculo, solo Lucía está iluminada y todos los demás, el coreógrafo, la amiga Laurita, están en cuclillas en medio de la oscuridad, esperando el momento en que Lucía los llame para entrar en escena, ponerse bajo el haz de luz, someterse al escrutinio de los lectores, y volver luego a su zona en penumbra. Si la representación del mundo interior, la subjetividad y la incomunicación son los rasgos que definen, a falta de alguno más preciso, la mayor parte de las novelas escritas en los años 90, no cabe duda que Puesta en escena es una obra no solo representativa sino impostergable para quien esté interesado en el desarrollo de la narrativa actual.
El lector de Planas, aquel que conoce sus obras anteriores, se verá beneficiado por los vínculos y vasos comunicantes que éste establece entre Puesta en escena y las demás novelas. El más significativo, sin duda, es el problema de la identidad, esbozado a través del argumento rocambolesco de Orquídeas del Paraíso (Aquiles es un chico que se convierte en chica, pero también es un joven que se convierte en hombre para vengar a su padre; dos argumentos de tragedia griega ubicadas en la plástica y singular selva de Planas) o a través de los lazos temporales y los temores compartidos con cien años de diferencia en Alrededor de Alicia. El tema de la identidad, la pregunta por uno mismo, la exploración hombre-dentro, está presente de manera sólida en esta última novela. La situación central, la mujer frente al espejo, es un referente obvio al tema, pero hay muchos más. La bulimia en la que se introduce para verse flaca y díafana, para reconocerse en lo que querría de sí misma y no en lo que es. Y también la presencia del coreógrafo narcisista y sádico que consigue convertirla en un personaje de comic (un remedo del Bugs Bunny con tutú que venera en un póster) para el espectáculo Baile Acme. Y Lucía misma, entregada a un hedonismo cándido cuyo objetivo es, simplemente, que la quieran más. En fin, todo en Puesta en escena nos remite a una mujer que sufre una serie de transformaciones físicas que no implican un correlato intelectual, creando una ruptura, una crisis de identidad que no se resolverá viviendo encerrada en una habitación, ahogada en lágrimas. El talento narrativo de Enrique Planas, que cada vez se hace más evidente, consigue con poquísimos elementos (una habitación, un espejo, un par de espectros de la memoria, un monólogo interrumpido y en voz baja) hacer la representación verosímil de esa larga fila de solitarios que no pueden reconocerse en aquello en lo que se han convertido.